¿A qué eres adicto? ¿Internet, tu smartphone, tu nueva serie de televisión…? Durante el último siglo han sido unas cuantas las nuevas adicciones inexistentes antes. Como por ejemplo, nuestra adicción al azúcar, cuyo incremento en el consumo ha sido inversamente proporcional al valor del dólar. El mundo cada vez consume más azúcar, y emplea dólares con menor valor.
El Gobierno americano en ambas catástrofes como imprescindible no puede negarse, embarcándose desde los años 50 aproximadamente en la tarea de demonizar políticamente la grasa (y, de rebote casi inevitable, recomendando una dieta alta en carbohidratos; la propia FDA en 1986 exoneraba al azúcar de cualquier mal), y, en cuanto al devaluado dólar, inundando el sistema con billetes emitidos por la Reserva Federal (ente gubernamental), creada en 1913.
Dado que además las subvenciones a las industrias que crean alimentos inflamatorios son incalculables (la tríada hipersubvencionada del maíz, trigo y soja), los precios de tan poco saludables alimentos permanecen artificialmente bajos. Y puesto que como hemos visto se ha producido una constante pérdida de valor adquisitivo del dólar (no distinto ha sucedido en Europa), los ciudadanos con pocos ahorros y bajos salarios se ven más abocados a tener que consumir trigo, soja, maíz y otros derivados subvencionados. Todo ello por no mencionar el efecto inflación (al inundar el sistema de billetes o dinero de nueva creación) que disparará los precios relativamente más en alimentos como carnes, pescados o verduras. Otro empujón para que los pobres no salgan del pasillo del pan, pizzas, bollos y aceites vegetales.
Pocas cosas creo que son casualidad. Y quizás no lo sea que los gobiernos occidentales hayan promovido alimentaciones tan nefastas. Con ello, nos han inflamado no sólo el cuerpo, sino especialmente nuestros cerebros, para así poder seguir, como si nada, capitaneando la alianza que el Gobierno ha sellado por debajo de la mesa con el complejo bancario-farmacéutico-militar.
No es cuestión de que no haya bancos, sino de que éstos no dispongan del privilegio político-gubernamental de por ejemplo prestar el dinero en depósito a la vista de los ahorradores (lo cual acaba creando dinero de la nada, burbujas artificiales y finalmente crisis dramáticas). No es cuestión de que no haya compañías farmacéuticas, sino de que éstas no disfruten de tan enormes privilegios político-gubernamentales; al acabar pagando los gobiernos gran parte del coste farmacéutico para reducir el precio final, el incentivo de las farmacéuticas es servir al proceso político antes que al consumidor-paciente. Hasta tal punto los gobiernos han engrandecido el establishment farmacéutico, que ahora son los políticos quienes están a su servicio (las farmacéuticas, en sus enormes cuarteles de Washington, amenazan a los congresistas y senadores que pasan leyes que les perjudican con arruinarles su carrera simplemente inundando de donaciones a sus futuros contrincantes en su distrito o condado en las próximas elecciones). Esto es, hoy los gobiernos arrebatan dinero a los contribuyentes para pagar los fármacos, los enormes cuarteles farmacéuticos encargados de hacer presión y campaña política en Washington (o en Bruselas), y las eventuales amenazas cumplidas en forma de donaciones millonarias a los contrincantes de quienes osen cuestionar el monopolio farmacéutico. Porque, no lo olvidemos, lo contrario a la libre competencia no es la solidaridad, no, sino el monopolio.
Y lo mismo cabría decir del complejo militar. No es cuestión de que nadie nos proteja. Pero ¿el Gobierno es un buen protector y, es más, es deseable un monopolio de la protección (el Estado)? Los gobiernos, que imprimen a antojo dinero en sus Bancos Centrales, creen con ello poder sufragar todos los gastos militares. El Estado, como decía un pensador, muestra en la guerra su más pura naturaleza, reluctante de poder, en número, en orgullo y en dominación absoluta de la economía y la sociedad. En la antigüedad, solía diferenciarse entre las sociedades comerciantes y las sociedades guerreras. Clásicos, aunque no exactos, son los casos de la comercial República Romana frente al guerrero Imperio Romano, o la comercial Atenas frente a la militarista Esparta. O rememoremos la gloriosa época de las ciudades-estado comerciales de la Baja Edad Media europea que terminó haciendo brotar el Renacimiento. Donde prima el comercio libre, prima la paz. Y donde se prepara la guerra, se acaba la libertad económica y todas sus corolarias (todas son una: no puede haber libertad de prensa y expresión si los medios de comunicación no son privados y libres; no puede haber libertad sexual si está perseguida la actividad económica de la prostitución; no hay libertad religiosa si no puedes abrir tu comercio un domingo -un día no festivo para los judíos-, etc.). Las grandes guerras y conflictos bélicos que en el mundo han sido no han tenido como protagonistas a Ford, General Motors, El Corte Inglés, Harrods, Repsol o Coca Cola, sino a los gobiernos.
Si mañana El Corte Inglés quiere amenazar a Mercadona, lo último que se le pasaría por la cabeza es bombardear todos sus supermercados. En primer lugar, el coste no parece muy asumible. Aunque lo fuera, lo que menos le puede interesar es que la respuesta de Mercadona sea bombardear en justa represalia los centros de El Corte Inglés. Esto sí sería un coste absolutamente inasumible, pues supondría la bancarrota total de El Corte Inglés, que soporta una inversión billonaria en infraestructuras. Es decir, el poder económico nunca se dirime en términos militares, porque la propia lógica económica aborrece la guerra (cuestión distinta es cuando el poder ‘económico’ se alía con el político). "Si las mercancías no pueden cruzar las fronteras, lo harán los soldados", hacía notar un pensador francés del XIX remarcando la oposición entre el comercio y la guerra. Aparte de todo lo mencionado, pensemos en el consumidor, ¿cuál sería el prestigio e imagen de una marca que se embarca en agredir físicamente de forma abierta a sus competidores? Por el contrario, el poder político (uso de la fuerza, el monopolio, la coacción) se siente fuertemente atraído para dirimirse en términos militares. Quien hace la ley (el político) se la hace para sí mismo… Siguiendo con los ejemplos, si El Corte Inglés mañana bombardea a un competidor comercial en Afganistán, justamente los directivos de aquel serán juzgados y encarcelados. Sin embargo, si mañana un Gobierno bombardea Afganistán nos tenemos que poner muy serios y graves a analizar sesudamente la cuestión y todos los factores socio-político-estratégicos involucrados, para posiblemente concluir que todo se debe al justo y recto fin de extender valores superiores como la libertad (sólo para los más necios dejo la ridiculez de que las guerras son brutales o humanitarias en función de si el gobernante es conservador, progresista o mediopensionista). Aparte de lo extraño que es extender la libertad a base de bombas, está la cuestión de si los ciudadanos de A desean en efecto que se bombardee el territorio de B.
Dado que el tema me da más de lo que suponía, sigamos el razonamiento un poco más. ¿Y si mañana sale un Hitler, otro Bin Laden? Todo esto me recuerda a una cita de un político libertario americano de los 80 que decía que "el gobierno es experto en una cosa: romperte las piernas, darte después una muleta, y decir ¡lo ves, si no fuera por mí, no podrías andar!". Y lo explico con claridad. Es un asunto público que Bin Laden fue un producto de EEUU en tanto éste le armó junto con grupos afganos árabes y muyahidines en los 80 como contrapeso a la Unión Soviética. Por otro lado, para entender el ascenso de Hitler en los años 30 hay que entender la 1ª Guerra Mundial y especialmente el Tratado de Versalles de 1919 que le puso fin. En realidad, la 2ª Guerra Mundial que estalló en 1939 puede verse como una poco evitable continuación de la 1ª. La clave está en el Tratado de Versalles, que humilló por completo a los alemanes y les obligó a pagar unas sumas impagables. La humillación sociopolítica se unió a la hiperinflación alemana en los años 20 como consecuencia de los gastos militares previos más el querer pagar las deudas a que Versalles les obligó (es decir, imprimiendo billetes a diestro y siniestro, con la consiguiente devaluación del marco alemán, la escalada de precios y la inflación brutal). Todo esto hizo posible el surgimiento en los años 20 del nacionalsocialismo de Hitler.
Si EEUU no hubiera entrado en 1917 en la 1ª Guerra Mundial (no tenía por qué, puesto que sus intereses no estaban en peligro alguno ni fue agredido) y sobre todo no se hubiera forzado a Alemania a asumir el humillante e incumplible Tratado de Versalles, Hitler no habría probablemente existido. Y si la CIA en los 80 no hubiera tenido la ocurrencia de entrenar y armar a Bin Laden y su séquito en los 80, no habría sido peligro alguno en los 2000. Con lo cual vuelvo de nuevo al tema de la guerra. No sólo los gobiernos y el poder político son los máximos protagonistas de la guerra, el militarismo y la agresión, sino que en no pocos de los casos en que parece casi inevitable su actuación, en realidad, lo es por culpa de ese mismo poder político y gobiernos por actuaciones anteriores. No por casualidad los países con gobiernos más limitados y autolimitados (en recaudar, gastar y regular) y donde la libertad comercial florece (Suiza, Andorra, Lietchestein, Luxemburgo…), la guerra y el militarismo brillan por su ausencia.
Así que hagamos la paz, nunca la guerra. Para ello es necesario mantener alejado al Gobierno (y los políticos) de nuestras vidas, urgiendo la devolución a la sociedad (mercado) de todas las competencias que se han arrogado los Gobiernos, y no dar más poder, competencias ni dinero a gobierno alguno con independencia de su color, tamaño u orientación. Y de nuestras mesas y cocinas. Porque no es cuestión de encontrar gobernantes buenos, ni sabios, ni eficientes. Porque no hay nada más sabio, moral y eficiente que las relaciones voluntarias y pacíficas. Ningún político ni sus adláteres te van a enseñar nunca la libertad. Porque si no, no les considerarías necesarios. Y tampoco podrían seguir con sus guerras, atiborrándote de pastillas que te medio matan lentamente, de comida basura para enfermarte el cerebro y rescatando a bancos y bancos con dinero creado de la nada con el que acaban esquilmando (vía inflación, es decir, pérdida de poder adquisitivo) a los más pobres. Y todo ello gracias a ti, que trabajas el 40% de tu tiempo, tus horas a la semana, tus semanas al año… durante toda tu vida, no para ti ni tu familia, sino para esos políticos y burócratas que han venido a saquearte, enfermarte y convertirte en cómplice de guerras y dramáticas crisis. El tan cacareado Bienestar del Estado no es más, finalmente, que el más gigantesco invento de marketing político jamás ideado para parapetarse en la depredación, esquilmación y subyugación de la sociedad civil a manos del Estado.
Pero ya se sabe, todo esto, todo, es por su bien. Vote, calle y pida que el Estado le dé más y sea más grande. Seamos todos yonquis del Gobierno de turno. Hasta que nos aplaste.
"La democracia es tener un aparato de radio, y ser forzado a escuchar a Justin Bieber, sin más alternativas, simplemente porque es lo más mayoritariamente popular".
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