Los beneficiados de la irrupción de Tesla y Uber somos los consumidores, que estamos disfrutando de una fiesta a la que nos han invitado inversores y prestamistas privados.
Tesla no para de perder dinero; en apenas tres años, el fabricante de coches eléctricos de alta gama ha visto cómo se esfumaban casi 2.000 millones de dólares –de accionistas y prestamistas privados- por el sumidero de la última línea de su cuenta de resultados (294 en 2014, 888 en 2015, 674 en 2016 y120 millones en el primer trimestre de 2017). Aún así, la acción en bolsa no deja de subir y su capitalización bursátil está en el entorno de los 45.000 millones de dólares (cercana a la de nuestra Telefónica), habiendo superado recientemente a Ford o a General Motors, a pesar de haber vendido sólo 80.000 coches en 2016, frente a los 10 millones de General Motors o los más de 6,5 millones de Ford. Uno de los principales motivos de las pérdidas son las fuertes inversiones en investigación y desarrollo, de más de 800 millones en 2016, de 700 en 2015, de 450 en 2014 o de 200 en 2013.
Uber Technologies Inc. perdió, sólo en 2016, 2.800 millones de dólares. A pesar de ello, en caja seguía manteniendo más de 7.000 millones, según la propia compañía. Todo ese dinero ha sido financiado, de nuevo, por accionistas y prestamistas privados. Dado que no cotiza en bolsa, la valoración que manejan sus inversores sólo se puede estimar a partir de las aportaciones de los socios: a mediados de 2016 superaba los 55.000 millones de dólares, que fue en lo que la valoraron cuando un fondo público saudí invirtió en ella 3.500 millones de dólares.
Evidentemente, nada garantiza que las valoraciones de una u otra de esas compañías se ajusten realmente a su valor intrínseco. No es seguro que las dos vayan a entrar, antes o después, en beneficios; mucho menos lo es que los beneficios vayan a ser suficientes para justificar esas valoraciones, generando las rentabilidades necesarias para que los accionistas, en unos años, no tengan la sensación de haber hecho “el primo”; nadie garantiza que, en su travesía, no acaben siendo superadas por empresas de la competencia -ya establecidas o que acaben de surgir o vayan a hacerlo en el futuro-, que al rebufo de las que están abriendo brecha, aprovechen el tirón de cualquiera de ellas, aprendan de los errores en cabeza ajena y se acaben llevando el gato al agua… nadie garantiza nada…
Lo que es evidente es que ambas -como otras muchas- han entrado como elefante en cacharrería en sus respectivos sectores y los están poniendo patas arriba, haciendo que los miles de millones de dólares que se están dejando por el camino estén sirviendo, en un caso, para ayudar a dar una vuelta de tuerca al automóvil tal y como lo conocemos, a su forma de consumir energía y a las prestaciones que da al usuario, y, en el otro, para revolucionar -y poner de uñas-, al mercado del transporte. En ambos casos, y hasta la fecha, los beneficiados somos todos los ciudadanos (los de ahora y los que vendrán a sucedernos), que ya estamos disfrutando de una fiesta a la que nos han invitado inversores y prestamistas privados que se están jugando su dinero y su energía por nosotros. Cierto es que muy posiblemente no lo estén haciendo por amor al arte, sino para forrarse… pero a nosotros, mientras no nos metan la mano, por la fuerza, en el bolsillo ¿qué más nos da? Sólo deberíamos poder decir una cosa, sin ironía y convencidos: Gracias.
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