El sistema de banca nacional creado durante la Guerra entre los Estados era notablemente superior al anterior, más cercano a una banca libre, desde el punto de vista de los grandes financieros. Pero su funcionamiento, durante la guilded age, no cumplía todos sus deseos. Empezó a hablarse del problema de la «elasticidad» del crédito, es decir, de la capacidad del sistema financiero de expandir el crédito sin muchas limitaciones. Otro de los problemas era que, aunque se había dado un paso hacia la centralización del crédito, no se había ido tan lejos como podría. Tampoco, y esto era fundamental para sus intereses, había un prestamista de última instancia que salvase a aquellos bancos en problemas. La banca nacional no era todavía una banca centralizada y orquestada por una institución.
Aunque grupos como el de Rockefeller y otros estaban detrás de este paso adelante en el intervencionismo financiero, la primera fuerza detrás de este profundo cambio es la que aporta J.P. Morgan. Se había convertido en el gran financiero de la gran industria del país, que eran los ferrocarriles. Morgan, desde esa posición, había estrechado lazos con los dos principales partidos. A finales del XIX, por medio de su hombre en el partido Republicano, el senador Henry Cabot Lodge, Morgan se acerca al muñidor Mark Hanna, un hombre de Rockefeller, para firmar un pacto en torno a un candidato, William McKinley. El pacto incluye el programa electoral del partido republicano para aquellas elecciones de 1896: Patrón oro, una moneda «elástica» y proteccionismo arancelario. En frente estaba la candidatura demócrata del populista William Jennings Bryan, inflacionista, racista y progresista.
La campaña para la creación de un banco central fue larga, concienzuda y, en última instancia, exitosa. No lo tenían nada fácil. El público mantenía una instintiva oposición a la centralización del poder, y especialmente en asuntos financieros. En 1897 se reunieron varios representantes de la industria en la Convención Monetaria de Indianápolis con el mismo programa de McKinley. Sus conclusiones no nos pueden sorprender, pero lo más relevante es el mensaje de que era necesaria una reforma del sistema financiero, que fue diseminado por la prensa nacional.
En 1900 lograron que bajo la presidencia de McKinley se aprobase la Gold Standard Act, que reducía a la plata a una moneda de cuenta. En 1906, la Cámara de Comercio de Nueva York publica un informe llamando la atención sobre el problema de la inestabilidad de la moneda, y pide expresamente «un banco central de emisión bajo el control del Gobierno».
Pero la oportunidad de oro vendría con la crisis de 1907. Entonces, todos los mensajes con los que los publicistas de Morgan, Rockefeller, Kuhn Loeb y demás habían estado empapando a la opinión pública adquirieron una mayor relevancia. Y los esfuerzos por introducir un banco central se redoblaron. En 1908 se creó una Comisión Monetaria Nacional para dar el empujón definitivo. La opinión pública seguía siendo refractaria a un banco central. Por eso, según explicaba el representante republicano Theodore Burton, «mi idea, por supuesto, es que todo debe realizarse de la manera más sigilosa posible y sin un anuncio público». Ya llegará el momento para ello. En 1909 el presidente de la Asociación Nacional de Banqueros, George M. Reynolds, pide oficialmente la introducción de un banco central, a imitación del Reichbank. Y, finalmente, como culminación de los trabajos de la Comisión Monetaria Nacional el Congreso pone en marcha el Plan Aldrich, que prevé la creación de una Reserva Federal (no se atreven a llamarlo banco central o banco nacional), a medio camino entre una institución pública y una privada, con una base geográfica dispersa, y que, con ciertas modificaciones, fue el que se llevó a la práctica.
Quedaba todavía un escollo, y era la posible vuelta del Partido Demócrata al poder. El partido de Andrew Jackson jamás hubiera permitido la creación de una Reserva Federal. Todavía los bourbon democrats de Grover Cleveland quizás hubieran mostrado ciertas reservas. La plataforma electoral de Bryan, inflacionista, era sin embargo muy distinta a los planes de Morgan y Rockefeller. Pero el partido demócrata había cambiado mucho desde la época de Jackson, y ahora sus miembros del Congreso eran más transigentes con una reforma financiera de ese calado. Finalmente, bajo un presidente demócrata, Woodrow Wilson, se aprobó la Federal Reserve Act, en 1913. Este mes de diciembre se cumplirán cien años. Al valorar la aprobación de la ley, la Asociación Nacional de Banqueros emitió un dictamen según el cual, «la medida reconoce y adopta los principios de un banco central». Era el cumplimiento de sus objetivos, buscados desde hacía tiempo.
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