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La carga del desarrollo

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El Gobierno socialista español gastó un 0,32 % del PIB en Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) en 2006 (descontada la cancelación de la deuda pendiente de 2005). La cifra llegará al 0,42 % este año, lo que significará que, en algo más de tres, los socialistas habrán gastado en este concepto tantos miles de millones de euros como los que gastó el gobierno del PP en dos legislaturas. No está mal. En esto Zapatero no defraudará a quienes le confiaron su voto, ya que, como parte del elenco intervencionista, la ayuda exterior goza de lugar preferente en el programa de cualquier partido político en Occidente. Incluso los republicanos de Bush se han gastado en ayuda internacional más dólares (ajenos) que el demócrata Clinton.

La primera pregunta, que difícilmente nos hacemos, es: ¿por qué hay que hacer tal cosa? La siguiente, soslayada la primera, es: ¿ha servido de algo el dinero gastado hasta ahora?

A Peter Bauer le parecía una auténtica jugarreta que se le llamará ayuda a semejantes transferencias de capital. Al fin y al cabo, ¿quién puede estar en contra de ayudar a los más desfavorecidos del mundo? La compasión y la primitiva letanía autoinculpatoria que ya esbozara Lenin en su famoso librito sobre el estadio supremo del capitalismo, esto es, el imperialismo, han servido de acicates para que Occidente haya gastado 2,3 trillones de dólares en ayuda exterior en 50 años. Una cantidad que, según sus defensores, nunca será suficiente, ya que a cada programa de ayuda siempre le sigue otro que invariablemente implica más presupuesto. Un ejemplo significativo a este respecto lo ofrece la presidencia de Robert McNamara en el Banco Mundial, cargo que ostentó desde 1968 hasta 1981. En esos 13 años logró que el volumen anual de los préstamos concedidos por el Banco se incrementara 12 veces, alcanzando la cifra de 12,3 billones de dólares para financiar apenas 300 proyectos. Cifras aparte, lo verdaderamente significativo es que el protagonismo en estos programas es para la cuantía de la ayuda y no, en líneas generales, para los resultados alcanzados en el uso de la misma. Resultados que, muy significativamente en el caso de África, se traducen en valiosas mejoras de la calidad de vida de ciertos grupos pero no en incrementos discernibles de los ratios de crecimiento, algo que ya señaló Fredrik Erixson del Timbro en un revelador artículo.

William Easterly apuntaba en The white man’s burden (2006) que las buenas intenciones que pretenden aliviar la pobreza desde arriba, es decir, mediante la planificación teledirigida por organismos internacionales, no sólo suelen terminar en un rotundo fracaso, en términos de crecimiento económico sostenido, como el señalado para Africa, sino que, además, pueden acarrear consecuencias trágicas no intencionadas. Frente a la planificación grandilocuente que practican los organismos internacionales desde las moquetas se debe propiciar la búsqueda "empresarial" en el terreno protagonizada por los que quieren solucionar sus propios problemas. Una búsqueda guiada por incentivos, por el "ensayo y el error", un feedback necesario con el que no suelen contar los burócratas del politburó del Desarrollo.

Y es que para Easterly, enzarzado con un duelo mucho más que académico con Jeffrey D. Sachs,

la ayuda externa nunca ha logrado escaparse de sus orígenes colectivistas. Las fantasías colectivistas contemporáneas, como el gran empujón para alcanzar los Objetivos de Desarrollo del Milenio, fracasarán con la misma contundencia con que lo hicieron las variedades del colectivismo en el pasado. En efecto, la misma ONU da cuenta del hecho de que ya están fracasando (creativamente ven esto como un motivo para solicitar incluso mayor financiación para el gran empujón).

El "Desarrollo" se ha convertido en una ideología, una amenaza a la libertad: la única respuesta a la reducción de la pobreza es tener libertad para no recibir consejos.

Ya que nuestros políticos están abonados a la filantropía vía presupuestos, deberíamos al menos exigirles resultados y no darles, con nuestro voto y nuestro silencio, un cheque en blanco con el que financiar esta nefasta ideología. Easterly utiliza un ejemplo que se puede traducir directamente a nuestras coordenadas cinematográficas: los productores españoles no pueden pretender que juzguemos sus películas por su presupuesto (que también pagamos, por cierto) sino por su calidad, que coincida con nuestros gustos. Es decir la ayuda no es buena por su cuantía, sino por sus resultados. Además, y aquí se rompe la analogía, quienes ven la película, en el caso de la ayuda, no son los mismos que pagan el ticket.

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