El ser humano es un agente intencional (actúa según sus valoraciones) y seguidor de reglas. Las valoraciones y las normas están fuertemente relacionadas: en la filosofía moral suelen mezclarse o confundirse bajo el término “valores”.
El individuo desea y rechaza cosas, las valora de forma positiva o negativa; estas preferencias (subjetivas, relativas y dinámicas) guían la acción que persigue los fines más valiosos, utilizando medios escasos y asumiendo costes.
Además diversas reglas restringen las posibilidades de conducta de los agentes: son leyes o normas expresadas en algún lenguaje natural o formal como obligaciones, prohibiciones o derechos; sirven como límites, restricciones o condiciones de contorno para la acción y limitan el ejercicio de la voluntad (de forma real o nominal, según si el cumplimiento de esas normas se exige en la práctica o no).
Las reglas suelen incluir incentivos para fomentar su cumplimiento (o desincentivos para su incumplimiento): obedecer o ignorar las leyes tiene consecuencias, premios o castigos reales o imaginarios, establecidos según sean las preferencias y creencias de los individuos.
Además de los incentivos externos, las normas pueden estar internalizadas en la mente de un individuo y conectadas íntimamente con su sistema de valoraciones, de modo que el agente siente un bienestar por su cumplimiento (satisfacción del deber cumplido, orgullo) o malestar por su incumplimiento (culpa, remordimientos): la conciencia moral de la persona actúa como un policía interno.
Los individuos valoran las normas, les gustan o no, prefieren unas leyes u otras, según cómo sean compatibles o incompatibles con sus intereses, según cómo limiten su propia conducta y la de los demás. Un agente prefiere (rechaza) las leyes cuyas obligaciones coinciden con sus valoraciones positivas (negativas) y cuyas prohibiciones coinciden con sus valoraciones negativas (positivas).
Los seres humanos son hipersociales, se agrupan en colectivos e interaccionan fuertemente unos con otros. Una parte muy importante de estas relaciones sociales consiste en intentar modelar las preferencias ajenas y determinar cuáles son las reglas vigentes en el grupo.
Valoraciones y normas, además de su contenido genético, emergen y se configuran socialmente de forma interactiva: las preferencias de cada individuo dependen de sus experiencias personales y de sus relaciones con otros sujetos que pueden influir sobre él (interés afectivo por otros, publicidad); los individuos hablan acerca de las normas, se las recuerdan mutuamente, exigen su cumplimiento, las argumentan (defendiéndolas o criticándolas), promueven algún cambio en las mismas.
Para controlar a los demás e incrementar su propio poder, cada agente puede intentar influir sobre las valoraciones ajenas (persuasión), sobre las normas vigentes (legislación), sobre la conciencia moral (implantación de normas en la mente de los individuos), o sobre todos estos elementos (a menudo de forma entremezclada). Estas influencias pueden ser violentas o pacíficas, y directas o indirectas.
Un agente suficientemente poderoso puede imponer su voluntad sobre otros más débiles, mediante el uso directo de la fuerza o mediante amenazas explicitadas en forma de normas que expresan qué quiere el poderoso que hagan los débiles y qué represalias pueden esperar si desobedecen. La relación de sumisión violenta es asimétrica y contraria a la voluntad y los intereses de los sometidos: las leyes reflejan las preferencias de los más fuertes.
Sin recurrir a la violencia (o en combinación con la misma para justificarla y reducir la oposición de los sometidos) es posible recurrir al lenguaje moral para influir sobre los demás. El discurso moral o ético pretende ser argumentación racional (lógica, razonable, filosófica) pero a menudo es en realidad una herramienta para la manipulación en la lucha por el control social y la reputación: abundan las arbitrariedades y los malos argumentos (sermoneo moralizante).
El engaño puede utilizarse para vencer posibles mecanismos de defensa: la confusión entre valoraciones y normas puede ser un mero error intelectual, pero también puede servir como una estrategia indirecta y tramposa de manipulación de la conducta que se realiza de forma automática (hipocresía natural); el autoengaño es común porque facilita el engaño a los demás.
Algunas aseveraciones morales proclaman hechos presuntamente objetivos que en realidad ocultan preferencias subjetivas: “es bueno” o “es mejor” en lugar de “a mí me gusta” o “yo lo prefiero”; “esto es injusto” en vez de “no me gusta”.
Ciertas expresiones pretenden regular no ya las acciones sino las preferencias: “es indeseable” (es decir, que no se puede desear, no te atrevas a quererlo).
Algunas afirmaciones son normas acerca de normas (metanormas) que esconden valoraciones particulares acerca de las leyes: “debería estar prohibido”, “es intolerable”, en lugar de “yo preferiría que estuviera prohibido” y “yo no puedo tolerarlo y no me gusta nada que otros lo acepten”.
Es común promover, forzar o distorsionar ciertas definiciones de términos morales con connotaciones positivas para satisfacer los intereses propios: justicia como igualdad material, libertad como poder o riqueza.
Muchos profesionales de la ética, con toda seriedad y aparentemente sin ser conscientes de su fatal arrogancia, pretenden saber qué valores o formas de preferir son superiores o “mejores”. Lo que les gusta es lo “más humano”; lo que no, “inhumano”.
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