A pesar de la oportunidad intelectual y práctica que ofrece la Gran Recesión en que aún vivimos (y ya nos acercamos al quinto año) para desmontar empírica y teóricamente los fallos y responsabilidades del Estado, el debate entre liberalismo y socialismo sigue falseado. Eso sí, mucho menos que hace veinte años, ya que en los últimos diez los medios intelectuales y periodísticos liberales en España se han consolidado con un excelente aparato de producción científica y comunicativa que cuenta con un público estable vinculado a esas convicciones. No obstante, la afirmación inicial sigue siendo válida: en el centro del debate nacional e internacional acerca de cómo salir de la crisis los partidarios del libre mercado están a la defensiva, y solamente el argumento del fatalismo mantiene en pie algunas de las recetas anti-crisis con acordes liberales.
El debate, hay que repetirlo, está amañado. Como un partido de cualquier deporte donde un equipo parte en desventaja frente a otro porque este es, a la vez, árbitro y rival, el socialismo, ideología en el más perturbador sentido de la palabra, pretende dos monopolios, y sigue siendo el eje que juzga. Asegura poseer en exclusiva la capacidad de adjudicar maldad y bondad morales, asigna al mercado aquella, mientras que al Estado, a lo público, solo por él preservado, le otorga la segunda. Ya hemos tenido que pasar estas últimas tres décadas por la redención del comunismo, merced no ya a su insalvable resultado real (hambrunas y guerras), sino a su intención, que fue la de construir un mundo perfecto, sin desigualdades y sin necesidades. Querer una sociedad mejor lo justificaba todo; fiat perfectio, pereat mundus. El socialismo democrático ha heredado el beneficio de los buenos deseos, que el comunismo ya disfrutó, y se arroga también en exclusiva la receta para mejorar a la humanidad, a pesar de que hasta la variante más emblemática de entre las de su clase, la socialdemocracia sueca, se vio objetada por sus resultados y necesitada de reformas de mercado.
¿Qué ocurre para que, cuando se debaten las medidas de recorte de gasto público, estas se vean como algo odioso, solo parcialmente soportable, y medicina de una enfermedad producida por el mercado libre? El socialismo, influyente en todos los partidos del arco parlamentario y fuera de él, sigue la estela del "argumento salvador". Se trata de una ideología, es decir, una teorización basada en abstracciones incontrastables, un dogma simplista e invariable a salvo de cualquier refutación empírica. De tal modo, una crisis causada en última instancia desde un monopolio estatal, el de emisión de moneda y de fijación de los tipos de interés crediticio, se presenta como resultado del mercado libre, es decir, de ese mismo que no estuvo sustancialmente presente en su génesis.
Pero el argumento podría haber sido revertido en la fase de la depresión en la que de unas hipotecas-basura hemos pasado a una deuda soberana-basura; pero no. Si bien la primera de las expresiones fue repetida sin cesar, la segunda apenas ha sido acuñada, a pesar de nombrar un problema de repercusiones más difíciles de solucionar que los fenómenos de la crisis en su primera fase (2007-2009). El mal llamado "paréntesis del libre mercado", que Rodrigo Rato y otros supuestos defensores del mismo proclamaron, abocó en una solución más destructiva que el problema que pretendió resolver.
Con todo, los memes socialistas, repetidos hasta la saciedad, siguen siendo dominantes. A la urgente necesidad de que se apliquen reformas de adelgazamiento del Estado, se responde con el sempiterno: "el mercado no arregla todos los problemas". Pero, ¿acaso los soluciona el socialismo? No, pero sí lo pretende, y si no ha alcanzado su objetivo, es debido al egoísmo pernicioso de "los mercados". ¿Declara el liberalismo que el libre mercado supera todas las carencias sociales? Nunca lo ha hecho, pero sí ha aportado soluciones concretas para ello en un árido escenario donde fenómenos, causas y consecuencias se mantienen al margen del debate, y únicamente las pretensiones gobiernan los discursos.
Esos mercados de los que todos formamos parte y de cuyo funcionamiento nos beneficiamos, esos fondos constituidos por pensionistas y pequeños ahorradores, que se defienden de las malas inversiones en deuda pública española, italiana, griega o portuguesa, necesitan de una defensa ética, porque tan solo es moral lo que produce la prosperidad que desean las personas.
De buenas intenciones está empedrado el camino a la pobreza y a la servidumbre. La bondad y la maldad tienen un único juez y este no es el deseo, sino el resultado.
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