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La democracia como garantía de las libertades civiles

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Siempre es un honor ser invitado a hablar sobre la democracia y la herramienta jurídica que determina su esencia, es decir, la ley electoral. O lo que es lo mismo, sobre la libertad política. Más aún si el anfitrión es un reconocido defensor de la libertad, como el Instituto Juan de Mariana. Y qué mejor que en este templo de la libertad, por tanto, para recordar que la democracia, tantas veces evocada incluso por sus enemigos, no constituye un fin en sí mismo, sino que es la garantía del resto de las libertades.

Benjamin Constant nos advirtió de ello hace ya muchos años. Sin la institución jurídico-política que permite a los ciudadanos poner y deponer libremente a sus gobernantes, el resto de las libertades quedan subordinadas a la voluntad arbitraria del poder establecido. Pues bastaría una ley, del rango pertinente, para subvertir parcial o totalmente todo un régimen de libertades. Por eso llama tanto la atención que entre los liberales no exista la firme determinación, incluso la obsesión, por instituir regímenes políticos en los que la democracia pueda desarrollarse en plenitud de condiciones.

Desde Locke y Montesquieu, por un lado, y desde Marsilio de Padua, que no puede considerarse un liberal, pero sí un exponente del republicanismo cívico sobre el que posteriormente se basó el liberalismo político, existen dos pilares sobre los que se asienta la arquitectura democrática: la separación de poderes y la representación. Me centraré en la última por ser esta la afectada por la ley electoral

El sistema electoral reviste tal importancia en un sistema político que puede decirse que este no es solo materia constitucional sino constituyente, porque determina la naturaleza íntima de un régimen de poder. ¿Cuál es la diferencia esencial entre una dictadura, una oligarquía y una democracia si no es el modo de acceder al poder de los gobernantes?

Pero esta gran cuestión tiene también una traducción práctica que creo que los liberales deben comprender a la perfección. Si atendemos a la máxima de Mandeville, descrita en “La fábula de las abejas” y que sirvió de base a Adam Smith para escribir su “Teoría de los sentimientos morales”, podremos inferir que el interés privado, individual, constituye el motor, junto al altruismo reciproco, de la acción humana. 

Si los gobernantes de una sociedad no dependieran de sus ciudadanos ¿cómo podrían estos caer en la ingenuidad de creer que los primeros trabajarían para la sociedad? Si en el mercado uno trabaja para quien le paga, porque quien paga es aquel de quien depende el que trabaja, ya sea por cuenta propia o ajena, ¿por qué la política habría de regirse por una ley distinta?

La gran cuestión que debemos hacernos no es, por lo tanto, si la máxima descrita opera en todas o casi todas las circunstancias, porque es obvio que sí. La pregunta que debemos hacernos es si en España se dan los factores necesarios para que la libertad política esté garantizada institucionalmente por medio de un sistema electoral apropiado. La respuesta es un no rotundo.

En España no elegimos directamente a nuestros representantes, sino que refrendamos la elección que previamente ha tenido lugar en otra parte. Más concretamente, en la planta magna de las sedes de los partidos políticos. Un sistema de listas cerradas y bloqueadas, con financiación pública limitada a los partidos que ya tienen representación no es una dictadura, pero se compadece mejor con una oligarquía de partidos o con una partidocracia, cuyas cúpulas son las que verdaderamente disponen de todo el poder de decisión.

Por lo tanto, si los jefes de los representantes del pueblo no son los ciudadanos sino las cúpulas de los partidos políticos, también resulta obvio que los diputados, los hombres de partido, trabajarán para sus jefes. Mientras no desparezca este vínculo diabólico entre el representante de los ciudadanos y el jefe de su partido, no obtendremos una verdadera representación política. Y sin ella, acabamos de demostrarlo, no será posible que las instituciones sean eficientes.

Algo tan sencillo de comprender, lleva cuarenta años sin ser modificado. No debemos apelar a la clase política para cambiar una ley que tanto le beneficia. La única apelación posible es a los ciudadanos. Por la democracia, pero, sobre todo, por las libertades individuales que esta garantiza.

1 Comentario

  1. Solo existe la oligocracia. La idea romántica de democracia ha sido un cebo picado por peces muy gordos. No es posible. Los individuos que forman la masa prefieren el látigo a la responsabilidad, prefieren la exageración al estudio, prefieren el empacho al ayuno, y así con todo. No quieren ser humanos, prefieren ser mascotas o animales de granja.

    La democracia exige una religiosidad individual, una extrema concentración. Vigilancia de uno mismo y de los demás, y una profunda sabiduría para comunicar quejas y errores sin producir incendios. Solamente en una ciudad con 5.040 adultos extremadamente concienciados y cultivados, esforzados estudiantes de la geometría y del lenguaje, de la naturaleza y de las apariencias, podrían darse las circunstancias para que existiera algo parecido a lo que en ese artículo se defiende.

    Es inviable.

    Los humanos no quieren ni pueden vivir así. No somos santos, ni mucho menos. Incluso cuando la mayoría tuviese todas sus buenas intenciones perfectamente sujetadas por las correas de esa camisa de fuerza que llamamos prudencia, el exceso de información y la consiguiente frustración de no poder percibirla toda ni procesar su milésima parte, conducirían a la gente a locura total, la cual suele manifestarse primero como homicidio y luego como suicidio.

    Inevitablemente, el experimento demócrata acaba en dictadura soberana erigida sobre una montaña de calaveras de todos los tamaños: el democidio.

    Estimado autor, no se ofenda si le recomiendo que deje el café y se pase al kratom natural, que es un vegetal más equilibrado y provechoso. La experiencia nos enseña que casi todo lo que la FDA declara inútil termina por probarse como la ruta química correcta.


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