Se ha hecho famosa la idea de Karl Popper sobre la democracia según la cual su mayor virtud es que ofrece la capacidad de cambiar de Gobierno sin violencia. Ciertamente es una idea cargada de cinismo y realismo al mismo tiempo. Quizá jamás se haya dicho nada tan cierto y favorable a la vez sobre el sistema democrático. Dice el filósofo:
La democracia no se puede caracterizar por completo como el gobierno de la democracia (), pues una mayoría podría gobernar de un modo tiránico. En una democracia los poderes de los gobernantes han de estar limitados. En una democracia, los gobernantes (esto es, el gobierno) pueden ser expulsados sin derramamiento de sangre.
No se puede decir mucho más en su favor. Pues, estrictamente hablando, y como comienza a sugerir en las primeras palabras de esta cita, hay una contradicción esencial entre el principio democrático y el principio de la libertad. Según el primero, el mayor número decide. Según el segundo, cada individuo decide sobre sí mismo y lo que le pertenece, sin ninguna intervención de un tercero que no sea asumida y aceptada. Si Pedro y Juan deciden que Ana debe dedicar la mitad de su trabajo a ellos, la situación será perfectamente democrática, pero no tiene lugar en una sociedad libre.
Si observamos el sistema democrático desde una perspectiva histórica, su explicación a la vez más sucinta y certera es la teoría de la difusión del poder de Powelson; esto es, la idea de que los diversos grupos sociales se han visto forzados, en determinadas sociedades, a llegar a acuerdos, a compromisos entre sí para alumbrar un sistema político que, si no les daba el poder absoluto, al menos les acogiera. La generalización de ese proceso ha llevado a la recuperación del ideal democrático, primero con una base social de propietarios y luego con el sufragio universal.
Poco a poco el ideal democrático ha ido ganando terreno y el de la libertad se ha visto más y más comprometido. Ya no somos una comunidad de hombres libres, sino una sociedad que elije a unos representantes que dictan normas para todos. El liberalismo ha intentado refrenar el poder mediante constituciones, pero como reconoce Friedrich Hayek ese camino ha resultado en fracaso. El poder siempre avanza y sólo necesita revestirse de democracia para hacerlo. De hecho, una de las consecuencias más negativas de la democracia es que otorga un halo de legitimidad a un proceso, el político, que es esencialmente injusto.
Básicamente hay dos formas de producción, la económica y la política. La primera es la que tiene como base la propiedad y el libre intercambio y la segunda la extracción coactiva por parte del Estado. La democracia fomenta esta última, ya que el discurso político se desplaza hacia la cesión de renta o riqueza a grupos lo suficientemente mayoritarios, organizados o poderosos como para sacar partido del proceso. Cada avance en ese sentido, además, acrecienta el poder de quienes están en el Gobierno.
Frente a todo ello no es que la sociedad esté totalmente inerme. Es cierto que hay enormes dificultades para ejercer un control efectivo del poder. En términos estrictamente democráticos, sólo cabe votar cada cuatro años. Pero como lo que se elige es a representantes o partidos políticos, sólo se pueden "comprar" paquetes enteros, sin poder rechazar una parte de los programas. Y eso una vez cada cuatro años, no a cada momento, como en el mercado.
Pero eso no quiere decir que no quepa hacer nada. Por supuesto que se puede favorecer un cambio político que lleve a una reforma constitucional más liberal. Los propios cauces abiertos por lo que reste de Estado de Derecho son perfectamente válidos. Pero hay que ir más allá, aunque en este aspecto sólo quepa confiar (¿quién se lo reprochará a los liberales?) en el esfuerzo individual y en el de los grupos creados por la sociedad civil.
Es necesario tomarse las libertades por la propia mano, estén reconocidas por la legislación o no. Cada cual debe juzgar hasta dónde se puede llegar, pero el derecho a la objeción de conciencia, a la revuelta civil, a ignorar el Estado nos pertenece a todos. Y el uso, la costumbre, sigue siendo una fuente importante de presión política. No la desaprovechemos.
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