Hace unas semanas, un amigo[*] me mostró el cuadro de pobreza entre los menores norteamericanos en 2008, antes de que se hicieran patentes las peores consecuencias de la crisis. Según estas cifras, el 35% de los negros con menos de 18 años y el 33% de los hispanos vive en un hogar considerado oficialmente como "pobre"[**]. Mientras, entre los jóvenes blancos y asiáticos este porcentaje es del 12 y el 13%, respectivamente.
Lo primero que me llamó la atención fue el pésimo dato de negros y latinos, pero también la buena cifra de los asiáticos. ¿A nadie le extraña esto? Japoneses, coreanos o chinos llegaron a EEUU entre los años 60 y 80 con menos recursos –familia, cercanía a sus hogares, dinero, idioma, conocimientos sobre la sociedad americana, religión…– que los hispanos o los negros. Casi no han recibido ayudas del Estado, son la minoría que menos peso tiene en las políticas de discriminación positiva y, sin embargo, hace mucho que sus ingresos dejaron atrás a los de aquellos colectivos. Quizás alguien debería empezar a preguntarse si una cosa y otra no tienen alguna relación.
Siempre he pensado que nada ha sido tan dañino para la historia estadounidense como la esclavitud, con la que convivió durante casi un siglo y cuyas secuelas han perdurado durante los 150 años restantes. Cuando los padres fundadores decidieron establecer que todos los hombres eran iguales ante la ley, se debieron de olvidar de los que tenían esclavizados en sus haciendas y, claro, un descuido de este calibre iba a tener consecuencias funestas.
Si el siglo XIX vio una Guerra Civil y casi el desmembramiento de la Unión por la llamada cuestión negra, podríamos decir que la segunda mitad del siglo XX ha sido la época del desagravio. El problema es que, en este proceso, se han subvertido algunos de los valores más poderosos de la democracia americana y, evidentemente, tampoco este error ha salido gratis.
La denominada affirmative action (por cierto, seguida con parecido entusiasmo por demócratas y republicanos) es una teoría que establece que se deben intentar reparar en el presente las injusticias que diversos grupos de población (mujeres, indios, minusválidos, afroamericanos…) han sufrido en el pasado. De esta manera, lo que se pretende no es que los ciudadanos sean iguales ante la ley sino que se intenta conseguir que sean iguales tras la aplicación de la ley.
Este tipo de medidas están basadas en una mezcla de mala conciencia (por lo que los antepasados han hecho), corrección política (que los medios se encargan de alentar), ingeniería social (el intervencionismo a derecha e izquierda quiere diseñar una sociedad a su medida porque le da miedo que los hombres libres decidan por sí mismos), paternalismo (políticos, periodistas e intelectuales unidos, para proteger a una sociedad que no sabría organizarse por sí misma) y táctica electoral (se favorece a un grupo social fácilmente identificable para conseguir el apoyo de sus miembros).
El problema es que la arrogancia intervencionista siempre tiene que hacer frente a la dura realidad cotidiana. Las leyes no se aplican a las sociedades en abstracto, sino a cada una de las personas que vive en el territorio en el que están vigentes. Así, el aparentemente lógico deseo de aumentar la presencia de una minoría en una universidad provocará que un estudiante blanco más preparado (y que se ha esforzado más) vea cómo el puesto que le corresponde va a parar a un compañero con peores registros académicos. Ni este candidato tiene esclavos trabajando en sus posesiones ni tiene la culpa de que sus tatarabuelos los tuvieran. De esta manera, al trato de favor habitual en el pasado, y que tan penoso nos parece ahora, le ha sucedido una fuerza en sentido contrario, que trata de reparar una injusticia con otra.
Como era de esperar, las medidas de este tipo no sólo no han tenido el efecto esperado, sino que, en muchos casos, han provocado reacciones en la dirección opuesta. Éste es el principal lamento de Thomas Sowell en su muy interesante libro La discriminación positiva en el mundo. Sowell, un liberal de raza negra, escribe lo que nadie se atreve a decir en alto, y lo hace apoyado en estadísticas y ejemplos. Éstas son algunas de sus más inteligentes reflexiones:
Sobre los beneficios para la sociedad: "Tanto los grupos preferentes como los no preferentes reducen sus esfuerzos: los primeros porque no necesitan rendir al máximo, los segundos porque esforzarse al máximo resulta inútil. Se produce una pérdida neta, no una suma cero".
Acerca de su eficacia contra la pobreza: "El porcentaje de familias negras con ingresos inferiores al umbral de la pobreza pasó del 87% al 47% entre 1940 y 1960, antes de la legislación a favor de los derechos civiles. Entre 1960 y 1970, disminuyó un 17% más, y desde entonces, con la discriminación positiva, este índice de pobreza entre los negros sólo ha descendido un 1% adicional".
En la universidad: "Los jóvenes negros con más aptitudes rinden especialmente bien cuando se encuentran entre otros jóvenes con más aptitudes, y no cuando se les educa en presencia de otros estudiantes negros menos aptos. Una masa crítica intelectual produce resultados contrarios a una masa crítica racial. (…) A pesar de que el número de estudiantes negros en Berkeley aumentó en la década de los 80, el número de licenciados negros disminuyó. Estos estudiantes negros sobresalientes (admitidos en Berkeley a causa de la discriminación positiva y con buenas notas, aunque no tan altas como las habituales en esta facultad) podrían haberse licenciado en otras universidades".
La ‘justificación’ histórica: "Los males de las generaciones pasadas y siglos pasados seguirán siendo males irrevocables a pesar de lo que hagamos en la actualidad".
¿Respeto o caridad?: "Los defensores de la discriminación positiva en EEUU han dado la vuelta completamente a la historia de los negros. En lugar de ganarse el respeto de otros grupos por salir por sí solos de la pobreza (como hicieron entre 1940 y 1960), amigos y críticos por igual suelen pensar que los negros deben sus mejoras a los beneficios gubernamentales".
La justificación política: "¿Por qué el progreso social anterior a los 70 (antes de la discriminación positiva) se desecha como la política de ‘no hacer nada’? Porque, independientemente de los beneficios sociales y económicos, ofrece pocas recompensas a los políticos, activistas e intelectuales, o a quienes desean aparecer como moralmente superiores".
[*] Posdata: Muchas de las ideas de este artículo las he expuesto en algunos comentarios previos en La batalla por la Casa Blanca, blog al que he sido invitado a participar por su creador Pedro Soriano, mi primo y uno de los mayores expertos en política estadounidense que conozco. Aunque él nunca se calificaría de liberal, su inteligencia, su curiosidad constante y su elegancia en la discusión ideológica merecen la consideración de aquellos que, sin compartir su ideario, aprendemos mucho cada vez que le leemos.
[**] Definición de pobreza: En general hay dos formas de medir la pobreza y las dos están equivocadas. Pueden servir para algunas comparaciones siempre que tengamos presente de dónde provienen; pero deben matizarse para no caer en el error de pensar que el 15% de los estadounidense son pobres, algo que no es cierto en ningún caso y, además, ayuda a la numerosa retórica antiamericana.
El primer indicador de pobreza (el que más repercusión tiene en los medios) mide los ingresos en términos relativos. Es el que utiliza el INE en España, aunque también es muy habitual en estudios académicos de EEUU. Esté método contabiliza como pobre a todo aquel que gane menos del 60% de la mediana de los ingresos. Si imaginamos un país con 100 ricos que ganen 2 millón de euros, cien más que ganen un millón y otros cien que ganen 300.000 euros: habría un tercio de la población considerada pobre. Evidentemente, éste no es el caso de EEUU o España, dos países en los que, efectivamente, hay personas con muy bajos ingresos, pero sirve para ilustrar la trampa estadística: con este tipo de instrumentos, siempre habrá entre un 15-20% de pobres oficiales y los políticos intervencionistas tendrán la justificación que necesitan para meterse en nuestros bolsillos.
El censo de EEUU mide la pobreza de forma algo diferente. El Gobierno norteamericano utiliza lo que denomina Poverty Treshold (ver pag 63) para determinar si un hogar puede calificarse como pobre. Aunque es una manera mucho más precisa que la que utiliza el INE, encierra un cierto equívoco desde el punto de vista conceptual. Pobre es una palabra fuerte, que el público asocia a una situación de miseria y falta de oportunidades. Cuando uno piensa en un pobre se imagina al tipo que está pidiendo en la puerta de la iglesia. Un matrimonio con un hijo y unos ingresos anuales de 17.268 dólares puede tener muchas dificultades para llegar a fin de mes, pero no es pobre en el sentido clásico del término. Además, el censo sólo mide los ingresos, no las posesiones: es decir, un jubilado con una pensión de jubilación baja pero numerosas propiedades puede ser considerado pobre, aunque no lo sea en absoluto y tenga todas sus necesidades cubiertas (y lo mismo ocurre con estudiantes, habitantes de zonas rurales, etc…)
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