Los fallos de mercado que menciona Tirole en su libro no parece que sean tan evidentes.
El mes pasado escribía una reseña sobre el libro publicado en el mes de mayo en España La economía del bien común, del economista francés, premiado en 2014 con el premio Nobel, Jean Tirole. En dicha obra se defiende al mercado pero se describen seis fallos en los que el Estado debería intervenir para corregirlos, aunque Tirole también destaca la necesidad de modernizar el Estado para que funcione de una forma más eficaz y eficiente.
Para evitar que fuese un artículo excesivamente largo y denso me remetí a describir y explicar los fallos de mercado que aparecen indicados en el libro, dejando para una segunda parte mi crítica a estos, porque aunque me haya gustado y recomiende leer lo escrito por Tirole, no significa que comparta su opinión. Como no me canso de decir, es muy necesario conocer y aprender de todas las corrientes del pensamiento económico, político, social o filosófico; es la única forma de llegar al conocimiento verdadero, sin caer en dogmas de fe, porque podríamos caer en el error de ser considerados una religión —y con razón—, en la que creemos en la pureza de los mercados y de la libertad, olvidándonos del raciocinio y de los argumentos convincentes que validen nuestras tesis. Me remito a una cita de Antonio Escohotado que ya he puesto en un artículo con anterioridad:
Relativista por vocación (el liberal), contempla la aspereza de la vida sin esperanza de milagro, tratando de identificar lo propicio para una mayor eficacia del esfuerzo humano. Está orgulloso de responder con un no sé y un lo estudiaré a cuestiones donde el resto dispone de dogmas ciertos, y cifra la prudencia en aprender a jugar sin trampas.
Antes de comenzar con mi crítica de los fallos de mercado de Tirole, me gustaría aclarar mi opinión acerca de la existencia de estos, puesto que en mi anterior artículo parece que no quedó lo suficientemente claro:
Pero también en el caso de la economía es necesario leer y aprender sobre las virtudes y defectos del libre mercado, a saber, sería ingenioso pensar que no existen los fallos de mercado, pero también lo sería pensar que una regulación estatal los resolvería —los fallos de Estado existen, aunque el mainstream económico no los publicite tanto como los de mercado—. Generalmente, todo error que se produzca en la economía gracias a (i) los incentivos —recordemos aquello que decía Adam Smith de que no es por la benevolencia del carnicero o del cervecero que cenemos si no por su propio interés—; y (ii) a la información que se va descubriendo con el paso del tiempo —oferta, demanda y precios—; es posible que se acabe corrigiendo sin necesidad de un ente externo que se preocupe por subsanarlo.
Básicamente, lo que quiero decir es que sí, en el mercado se producen errores continuamente —la evolución es fruto del ensayo y error—, no existe el homo economicus, pero que gracias a los incentivos, las señales de mercado —precios, oferta y demanda— y, en definitiva, a la flexibilidad ante los cambios que permite la libertad económica estos fallos se acaban corrigiendo. En cambio, con la intervención del Estado pueden suceder tres escenarios: (i) que efectivamente se corrijan los fallos de mercado; (ii) que se acaben perpetuado o empeorando los fallos de mercado que se trataban de corregir al establecer políticas poco o nada eficaces, ya se sabe que los políticos suelen quedarse en el dedo en vez de mirar a la Luna; y (iii) crear nuevos errores al eliminar incentivos o distorsionar las señales de coordinación del mercado —suele gustar mucho en la clase política eso de regular precios, aunque las buenas intenciones acaban provocando auténticos desastres—.
Teniendo en cuenta esto, pasemos a comentar los fallos de mercado comentados por Tirole:
Externalidades
Efectivamente, existen ciertas actividades realizadas por los agentes económicos de las que se derivan consecuencias de forma directa o indirecta que son soportadas por terceros. Es lo que se denomina la tragedia de los comunes, cuando varios pastores comparten de forma comunal un campo para que sus animales pasten, habiendo incentivos a aprovechar el campo un poco más de lo que les correspondería, acabando finalmente con el mismo. También la contaminación suele ser un buen ejemplo de externalidad.
Generalmente, las propuestas para acabar con las externalidades suelen ir encaminadas hacia una limitación de la actividad en cuestión —reducir la producción para no contaminar o limitar la circulación de vehículos, como en Madrid—, o bien establecer sobrecostes, que es la opción por la que opta Tirole en su libro cuando trata el tema de la contaminación, al alabar los impuestos de tipo pigouvianos.
Efectivamente, la solución liberal y la que más me gusta es la de permitir una negociación entre el agente económico que realiza la actividad de la que se deriva la externalidad y el individuo o grupo de individuos que sufren sus consecuencias; lo que se conoce como Teorema de Coase. Pero en este caso, con altos costes de transacción y con dificultades a la hora de asignar de forma clara los derechos de propiedad, los impuestos pigouvianos son la mejor solución, al mismo tiempo que se trate de compensar de alguna manera a las personas perjudicadas por la externalidad en cuestión.
Asimetría de información, la realización de una práctica puede superar la capacidad del individuo
No tengo claro que la asimetría de información sea un fallo de mercado como tal, de hecho, como bien nos han indicado Hayek y Huerta de Soto, la intervención estatal no garantizaría que se corrigieran, puesto que es imposible que toda la información existente en un mercado esté disponible en una sola mente. Buen ejemplo de ello es el caso del dirigente comunista que de vista a Reino Unido alucinaba por la inexistencia de colas y escasez de las panaderías británicas, y preguntaba cómo lo hacían, la contestación fue lo más sincera y descriptiva posible del funcionamiento del mercado: “No lo sabemos”.
Precisamente, la innovación y los avances tecnológicos y productivos se desarrollan gracias a la prueba y error, esto es, ir descubriendo si algo tiene cabida en el mercado gracias a las señales que este da, lo que acaba revelando información; la intervención estatal suele acabar con estas señales lo que elimina toda posibilidad de avance y de descubrimiento de las nuevas necesidades.
Es cierto que suele existir una posición de ventaja entre el vendedor y el comprador —la teoría del mercado de los limones de Akerlof—, pero el vendedor se juega su reputación si trata de ejercer una posición de dominio que acaba perjudicando al comprador, por lo que el propio mercado ata de pies y manos a los oferentes si estos tratan de estafar a los demandantes, puesto que en el momento en el que se produzca la transacción se está revelando información.
Además, con libre competencia, un oferente, pongamos por ejemplo un médico, que receta medicamentos con precios elevados porque una farmacéutica le paga para que se vendan sus productos, se arriesga a que hubiera otros médicos que recetasen otros medicamentos más baratos pero igual de eficaces o más, lo que le haría perder mucha reputación y perder clientes.
Aquí la única intervención deseable sería la de la justicia en el caso de que efectivamente se demuestre un engaño que perjudicase de forma sería al comprador, pero no sería más que una defensa de la propiedad privada de los individuos.
El comprador puede convertirse en su propia víctima
El precio de la libertad es la eterna vigilancia decía Thomas Jefferson, y este punto es un debate sobre el tipo de sociedad que deseamos, a saber, si una en la que se respeten las decisiones personales de cada de los individuos o en una en la que la sociedad le otorga el poder al Estado para que haga de nuestro padre y nos diga lo que es bueno o malo para nosotros.
Como indica Tirole, en este fallo entra en juego mucho la moral de cada uno, y de lo que se trata es de identificar de forma clara quien es la víctima de una acción, por ejemplo, que alguien fume o beba, siempre que no dañe a otro, no nos debe hacer que nos entrometamos en su vida por mucho que lo repugnemos —me recuerda mucho al debate la gestación subrogada—.
Aquí debiéramos insistir en la necesidad de educar y hacer responsables a los individuos de su propio futuro para que puedan tomar las decisiones que consideren oportunas teniendo en cuenta todas las consecuencias posibles. De hecho, sería interesante saber en qué medida el Estado al tratarnos como “niños” ha hecho que nos olvidemos de la necesidad de ahorrar para el futuro o de preocuparnos de ver si lo que consumimos es bueno o malo para nuestra salud; haciendo un poco de Ignacio M. García Medina, recomiendo la película Gracias por fumar, en la que se ve muy bien eso de lo que habla Antonio Escohotado de que la prohibición de las drogas es algo arbitrario, ¿por qué no se prohíbe el queso cheddar con todas las grasas saturadas que tiene y los índices de obesidad que tenemos en nuestro país?
Poder de mercado
En cuanto al poder de mercado, se puede aplicar lo mismo que en el caso de la asimetría de información, siempre y cuando la competencia no esté secuestrada por el capitalismo de amiguetes. La Responsabilidad Social de Mercado está a la orden del día, gracias a las redes sociales una actitud poco responsable de una empresa, como fue el caso de United Airlines, puede pasar factura, ya no solo en forma de una menor demanda, sino también en los mercados —la compañía aérea perdió 800 millones de dólares en bolsa después del incidente con el pasajero que no quería abandonar el avión—.
Está claro que el derecho de competencia es un fracaso rotundo —la UE con Google, Amazon o Apple son un ejemplo de ello—, y Tirole así lo indica refiriéndose a las nuevas tecnologías, ya que a pesar de los nuevos paradigmas a los que se enfrenta la economía, los políticos no parecen adecuar estas políticas a las nuevas necesidades.
Además, debemos tener en cuenta que las empresas, como cualquier agente, se comportan en base a (i) motivaciones intrínsecas, como puede ser la persecución de unos valores claros: en El desafío Starbucks, Howard Schultz explica como su empresa prefiere sacrificar parte de su crecimiento tratando de ser más respetuosa con el medio ambiente y buscando una mayor calidad en el café que sirven; (ii) motivaciones extrínsecas, como puede ser el deseo de obtener unos mayores beneficios; y (iii) la percepción que tienen los demás de uno mismo, lo que se relaciona con la Responsabilidad Social de Mercado que comentamos anteriormente.
Incluso, la existencia de monopolios naturales o de estrategias de precios predatorios quedan en entredicho al no haber evidencia alguna a lo largo de la historia sobre la existencia de estos, y también gracias a la evolución de las nuevas tecnologías.
Falta de equidad
El último fallo de mercado también tiene que ver bastante con el tipo de sociedad que deseamos, si una en la que se prima la igualdad sobre la libertad o una en la que la libertad sea el valor fundamental sobre la cual se basen las relaciones sociales de la comunidad; aunque aquí cabe recordar lo que decía Milton Friedman de que “una sociedad que priorice la igualdad por sobre la libertad no obtendrá ninguna de las dos cosas. Una sociedad que priorice la libertad por sobre la igualdad obtendrá un alto grado de ambas”. De hecho, como bien escribió hace un mes Juan Ramón Rallo en El Confidencial, ¡hasta Oxfam recomienda liberalizar la economía para combatir la desigualdad!
Además, como en el caso de los seguros que menciona Tirole, no parecería razonable que las aseguradoras tuvieran que acarrear con los costes que conllevaría ofrecer una misma prima a todos los individuos independientemente de su riesgo. Aquí el modelo podría ser el de socializar ese riesgo, ayudando a los más necesitados de forma voluntaria u obligatoria —me inclino más por la primera, aunque para quien quiera profundizar en el debate puede leer los siguientes tres libros: Teoría de los sentimientos morales de Adam Smith; Anarquía, Estado y Utopía de Robert Nozick; y Contra la Renta Básica de Juan Ramón Rallo—. Solo un apunte, países como Estados Unidos, Australia, Chile o Reino Unido, que suelen destacar por su libertad económica, aparecen como líderes en sus continentes en el World Giving Index.
En definitiva, los fallos de mercado que menciona Tirole en su libro no parece que sean tan evidentes, y aunque alguno sí se puede observar, parecen más correctas las soluciones que puede ofrecer el propio mercado —el respeto por la libertad y la propiedad privada— a las que ofrece la intervención del Estado.
1 Comentario
Siempre escuche decir desde
Siempre escuche decir desde mis tiempos de estudiante que el mercado y la competencia nunca son perfectos de acuerdo con las personas que tampoco lo somos y nos movemos entre el miedo y la codicia cuando invertimos en Bolsa. Mirando como se desplazan la demanda sobre un valor recuerda mucho a una alocada carrera de ratas que cambia de meta a cada instante. Eso no contradice que el libre mercado en general es muy bueno para el progreso y el incremento del PIB.