El Gobierno español se ha aferrado con una fuerza inusitada a las falsas tesis ecologistas contra el calentamiento global. Un error cuya factura ya estamos pagando entre todos. Al suculento coste que, de forma directa, supondrá el Protocolo de Kioto para la economía española (cercano a los 7.400 millones hasta 2012), habrá que sumar toda la estructura impositiva que prevé poner en marcha el Ejecutivo sobre la base de la denominada «fiscalidad verde», así como una infinidad de elementos regulatorios e intervencionistas que impregnarán de tufillo medioambiental crecientes áreas del ámbito político, económico y social.
Así, según estimaciones realizadas por los propios constructores y promotores inmobiliarios, el cumplimiento del nuevo Código Técnico de Edificación impulsado por el Ministerio de Vivienda implicará un encarecimiento artificial de la obra cercano al 15%. Además, normas como la nueva Ley del Suelo o el Anteproyecto de Ley del Patrimonio Natural y la Biodiversidad anteponen la protección ambiental sobre la ordenación territorial y urbanística, limitando con ello, aún más, la oferta del sector inmobiliario y residencial.
Pero lejos de acabar aquí, la mancha verde se extiende. Los nuevos estatutos autonómicos incluyen diversos principios inspiradores para legitimar el desarrollo, en un futuro inmediato, de todo un elenco de medidas legislativas destinadas a la defensa de fines ecológicos: nuevos impuestos, licencias y autorizaciones medioambientales para la apertura de actividades empresariales, limitaciones al tráfico de vehículos, multas y sanciones para castigar el consumo excesivo de recursos como el agua o la electricidad, y un largo etcétera.
España, junto a la UE, se vanagloria de ser un referente mundial en la lucha contra el cambio climático y, mientras tanto, nuestras economías (es decir, nuestros bolsillos) han de soportar las consecuencias de este frenesí interventor, sin control, propio de la Política. La previsión de que la UE incluya el transporte aéreo, tanto continental como internacional, en el mercadeo de las emisiones de CO2 a partir de 2011, supondrá un coste aproximado de unos 4.000 millones de euros anuales. Un coste que, por supuesto, incorporarán los correspondientes billetes de avión.
Pero lo más grave, si cabe, es la imposición por decreto del uso de las energías renovables, mucho más caras e ineficientes que las fósiles. Así, en base al objetivo fijado por el Gobierno para 2010 (elevar al 5,83% el porcentaje obligatorio de biocombustibles), España está abocada a multiplicar por 55 el consumo de biodiésel y por 8 el de bioetanol en sólo tres años. Aprovechando el boom de la burbuja ecológica, inflada gracias al poder político, los sectores interesados han acelerado su marcha para que la producción española de biocarburantes alcance el próximo año el 80% de la cuota de mercado (en 2006, se elevó al 28% del total), según las previsiones de la consultora DBK. De este modo, se prevé la puesta en marcha de unas 50 plantas de este producto en 2008 (en 2006, había 16).
Lo curioso es que la propia OCDE acaba de llamar la atención sobre un hecho relevante: sólo algunos biocarburantes, en particular, los obtenidos de la caña de azúcar en Brasil, ofrecen un balance claramente positivo en términos de emisiones contaminantes, por lo que sólo éstos deberían promoverse. De hecho, este organismo vislumbra «incertidumbres» en un mercado que, para llegar a sustituir al petróleo, tendría que dedicar a la producción tal cantidad de tierras que medio mundo acabaría, literalmente, muriéndose de hambre. Además, se trata de un sector altamente subvencionado, como no podía ser menos, pues nace al abrigo del poder político: un coste superior a los 15.000 millones de dólares anuales en sus 30 países miembros, según el informe de la OCDE. Parece que los agricultores europeos y norteamericanos han encontrado en el medioambiente su particular tabla de salvación para afrontar con éxito la pérdida paulatina de ayudas gubernamentales que exige la globalización.
Y qué decir del objetivo de la UE para que en 2020, nada más y nada menos que el 20% de la energía primaria que consumamos provenga de fuentes renovables, como la energía eólica o solar, igualmente costosa. En esto, los españoles, por desgracia, volvemos a ser pioneros y «ejemplo» mundial, tal y como publicita nuestro Gobierno. España, un país altamente dependiente en materia energética, destina ingentes sumas de recursos públicos al desarrollo de estas fuentes alternativas (unos 1.000 millones de euros anuales en I+D en el futuro inmediato) de carácter «incierto» y precio «muy elevado», tal y como advierten ahora numerosos expertos.
Nos deberíamos sentir orgullosos, ¿no creen? Por fin, España se sitúa a la cabeza de algo en el ámbito internacional. Una pena que el Apocalipsis del calentamiento global sea una falacia difundida por los ecologistas; triste que la reducción de emisiones de CO2 a la atmósfera no sirva para reducir la caótica temperatura del planeta; calamitoso que, para ello, tengamos que prescindir de nuestras comodidades al tiempo que las facturas de nuestra economía alcanzan cifras desorbitadas; penoso que los ciudadanos confíen en la inteligencia y el olfato de sus políticos para dirigir sus actos y moldear sus voluntades… Qué bonito hubiera sido todo si el sueño ecolojeta no se sustentara sobre pies de barro. No busquen más. El comunismo del siglo XXI ya está aquí, y se hace llamar Economía Sostenible.
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