Muchas prácticas corruptas están directamente incentivadas por la legislación y la gestión urbanística en las administraciones.
En los análisis anteriores he intentado ofrecer una panorámica general del intervencionista modelo español de urbanismo, aludiendo a sus orígenes, a su descripción teórica y dinámica, a su evolución en los últimos sesenta años y a su comparación con otros más flexibles.
Desde la perspectiva de la dogmática jurídica, no hay que olvidar que la técnica empleada por los planificadores urbanísticos para regular ese campo se integra en un proceso más amplio de “administrativización” exarcebada de las relaciones sociales y económicas. Es decir, la tendencia general asumida por legisladores y reguladores (desde la Unión Europea hasta la última aldea) de establecer órdenes administrativas de obligado cumplimiento para una pluralidad de destinatarios sobre las más diversas materias.
Bajo la premisa de que el Estado (las administraciones públicas en terminología de la Constitución española) debe actuar y llevar la iniciativa en todos los ámbitos imaginables, el derecho administrativo se ha convertido en la “herramienta” favorita para el cumplimiento de objetivos políticos. En contra de lo repetido por muchos juristas bien intencionados (pienso en la doctrina española en autores como García de Enterría) esta evolución refuta la idea de que esta rama del derecho sirva de limitación, control y garantía para el ciudadano frente al poder del Estado. Antes al contrario, por un lado, la hiperregulación adobada de prescripciones concretas justifica decisiones arbitrarias en los asuntos que afectan a los particulares. De otro lado, a ese estado de cosas el legislador estatista añade antinomías que dispensan a las administraciones públicas de someterse al Derecho. Sirva como ejemplo de esto último la introducción de la ficción de las “sociedades públicas sometidas a derecho privado”, que se inventó para eludir los controles legales y presupuestarios propios de las administraciones y para que los detentadores del poder y sus redes clientelares se repartieran fondos públicos a su antojo.
Sería miope olvidar que la corrupción institucional que rige en España encuentra en el urbanismo uno de sus más sólidas fuentes. No hay nada intrínsicamente perverso en la construcción de casas y la promoción inmobiliaria, concebidos como la noble industria que proporciona cobijo a los seres humanos. A pesar de las jaculatorias motejando a este sector como “el ladrillo”, constituye una de las industrias que contribuyen a hacer más placentera la vida. Al igual que el otro gran sector satanizado durante esta última gran recesión – la banca- los problemas empiezan, y continúan de forma muy acusada los últimos treinta años, desde el momento que los poderes públicos profundizan en la idea de un urbanismo holístico que erosiona hasta vaciarlos los derechos de los propietarios de terrenos. Con distintas técnicas se intenta sustituir los mecanismos de asignación del mercado por la atribución a cada tipo de suelo (clasificado en tres categorias como urbano, urbanizable y rústico) de un “aprovechamiento urbanístico” prefijado por el planificador de cada plan de ordenación urbana de ámbito municipal. No se elimina abiertamente el derecho de propiedad privada, pero se le condiciona y limita de tal manera que, para rentabilizar sus terrenos, el propietario depende absolutamente de las decisiones de los políticos y “técnicos” que aprueban los planes urbanísticos y gestionan su ejecución. El enésimo texto refundido declara abiertamente (art. 11.2) que la previsión de edificabilidad prevista en la propia ordenación urbanística no pasa a formar parte del contenido del derecho de propiedad del suelo, sino que se condiciona al cumplimiento de los deberes y el levantamiento de las cargas propias que corresponda.
Llegados a este punto, debemos recordar que la aprobación de los planes urbanísticos generales (únicos que pueden clasificar el suelo) e incluso de los planes parciales de desarrollo, exigen el concurso de la corporación local y la administración autonómica, la cual decide en última instancia, salvo en el caso de grandes ciudades como Madrid y Barcelona. Por el contrario, los instrumentos de planeamiento de detalle (estudios de detalle, proyectos de urbanización etc.) y de gestión (reparcelaciones, por ejemplo) requieren tan solo la aprobación definitiva local. Dependiendo de la legislación autonómica aplicable, la última voz en ese proceso, que incluye un periodo de información pública abierto a las alegaciones de los interesados, puede corresponder al alcalde o a un órgano colegiado del Ayuntamiento respectivo.
En este marco institucional, cabe imaginar la pléyade de interesados que buscan el valioso favor de los políticos y técnicos municipales y autonómicos en todos los escalafones administrativos. Aun más, los movimientos se han producido en un sentido inverso, es decir, por parte de políticos o de sus emisarios se ha ofrecido, previo pago del correspondiente soborno, calificaciones urbanísticas, concesiones, obras y contratas públicas relacionadas. Una oportuna raya en el mapa para clasificar un terreno como urbanizable marca la diferencia entre el máximo aprovechamiento urbanístico permitido y, por lo tanto, su súbita revalorización, y el mínimo, que corresponde al suelo clasificado como rústico, donde solo se pueden emprender actividades agropecuarias.
Resulta extraordinariamente revelador, no obstante, que el único caso de disolución de un Ayuntamiento por parte de un gobierno español tuviera lugar en el caso de Marbella (7 de abril de 2006) por múltiples casos de corrupción urbanística en una corporación local tutelada por la Junta de Andalucía. Se invocó un precepto de la Ley de bases de régimen local (art. 61.1) que parece contemplar un supuesto de insurrección institucional (“… gestión gravemente dañosa para los intereses generales que suponga incumplimiento de sus obligaciones constitucionales”). Y, aun más llamativo, fue el hecho de que el consistorio fulminado no estaba controlado por los partidos asentados en el sistema, sino por uno advenedizo fundado por el inefable Jesús Gil que llegó a gobernar en distintos municipios de la Costa del Sol malagueña.
Los partidos políticos del sistema: PSOE, PP, CiU, PNV e IU (y, por lo que parece, los que se van incorporando) jamás se han dado por aludidos cuando se comprueba que muchas prácticas corruptas están directamente incentivadas por esa legislación y la gestión urbanística que dirigen en las administraciones que controlan. Al contrario, invocando dos o tres simplezas como el crecimiento sostenible, la lucha contra la especulación inmobiliaria y el “derecho a la vivienda” se obcecan en mantener ese esquema legal fracasado que, perfilado en el franquismo, otorga poderes omnímodos a sus miembros en todas sus escalas. Lejos de emprender reformas liberalizadoras, se entretienen con debates nominalistas que intentan ocultar el consenso básico existente en la materia.
1 Comentario
“…el legislador estatista
“…el legislador estatista añade antinomías que dispensan a las administraciones públicas de someterse al Derecho” Las antinomias o leyes contradictorias constituyen la esencia de cualquier Estado o gobierno violento. El Estado es la negación de la Ley, del imperio de la ley material, de la norma universal y abstracta. Sin estricta igualdad en el sometimiento a la norma no cabe hablar de Derecho propiamente dicho; por tanto, del Estado coactivo, es decir, de la consagración de la desigualdad entre gobernantes y súbditos, no pueden emanar leyes genuinas sino sólo mandatos y particulares y concretas normas arbitrarias. El Estado es esencialmente antinómico.
En realidad, por simple análisis del concepto, se concluye que sólo puede haber una ley consistente: el principio de no agresión. Éste es el Imperativo Categórico de Kant, que inexplicablemente no se atrevió a concretar en su fundamentación metafísica de la ética, del que, nada casualmente, cualquier código legal tradicional o derecho fundamental reconocido supone mero corolario.
La gran paradoja es que los estado políticos coactivos, surgidos como agencias de guerra, han tornado, sin dejar de atacarnos, en absurdos garantes de seguridad; algunos incluso se pretenden imposibles Estados de Derecho y pomposos regímenes de libertades, en grotesco homenaje que el vicio rinde a la virtud, pero no pueden sino causar opresión y corrupción permanentes, a la par que continuas demandas de renovadas intervenciones en sus escandalizados súbditos.
El Estado es una Hidra imposible de reformar o liberalizar parcialmente. O, como hizo Hércules, se le cortan todas las cabezas de golpe o no habrá manera de solucionar ni mejorar nada. La crítica ha de ser radical, y al menos obtendríamos claridad de ideas, que no es poco.