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La Ilustración ha muerto. ¿Descanse en paz el liberalismo? (Y II)

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Volvamos ahora a esa dolorosa pregunta que formulábamos en la primera parte del artículo: Si el programa ilustrado se ha agotado, el liberalismo, su hijo más noble, su hijo predilecto, ¿no se habrá agotado también?

Hayek recomendó a los liberales, en 1959, en un post scriptum a Los fundamentos de la libertad, el célebre Por qué no soy conservador, estudiar a los autores “reaccionarios”, es decir, a Coleridge, Bonald, De Maistre, y Donoso Cortés, entre otros, pues ellos, según el propio Hayek, “advirtieron la importancia de instituciones formadas espontáneamente tales como el lenguaje, el derecho, la moral y diversos pactos y contratos, anticipándose a tantos modernos descubrimientos, de tal suerte que habría sido de gran utilidad para los liberales estudiar cuidadosamente sus escritos”. Treinta años después, y al final de su vida, como ya se ha señalado, Hayek publicaba La fatal arrogancia, el testamento intelectual de un caballero ilustrado, agnóstico, modelo de coraje y honradez, que vino a decirnos que la razón, por sí sola, no puede revelarnos el secreto de cómo llegar a la utopía ilustrada de una sociedad armónica, en paz y en constante progreso. Y, probablemente, ese es el límite máximo hasta donde se puede llegar desde una perspectiva antropológica basada en los lemas ilustrados.

En este sentido, no es en modo alguno casual que Occidente, tras la II Guerra Mundial, haya sido incapaz de extender su modelo de sociedad y su influencia cultural más allá de las fronteras definidas tras la I Guerra Mundial. Antes al contrario, la hegemonía cultural, política y científica de Occidente, primero la europea, y después la norteamericana, han ido retrocediendo paulatinamente en todo el mundo. La Guerra de Corea y, sobre todo, la Guerra de Vietnam, marcan el declive del atractivo del modo de vida occidental. Esto se ve, aún con mayor claridad, en los conflictos que han tenido lugar desde la caída del Muro de Berlín hasta nuestros días: Irán, Irak, Somalia, la Primavera Árabe y Afganistán son claros ejemplos del fracaso de Occidente a la hora de extender su influencia, a pesar de la ausencia del poderoso archienemigo soviético. Incluso Turquía, un país creado ex novo por Kemal Ataturk sobre la base de las recetas ilustradas, el más occidental de los países musulmanes, comienza a rechazar la influencia occidental.

En pocas palabras, Occidente todavía conserva la potestas, en forma de aparato tecnológico-militar; sin embargo, carece ya de la auctoritas que le permitió al General MacArthur incorporar plenamente a Occidente al Japón, a Taiwan, y a Corea del Sur. Buena prueba de ello es el precipitado abandono de Afganistán, entre la cobardía, la impotencia y el ridículo, tras veinte años de estéril tutela occidental, precedidos de otros quince años no menos estériles de tutela soviética, la otra cara, la menos amable, del programa ilustrado. Con el amargo precedente, por cierto, del abandono de Irán en 1978. Y no sólo carece Occidente de la auctoritas, incluso carece de la voluntad o el anhelo de tenerla o de recuperarla.

En el registro histórico hay una constante universal fácilmente verificable: las sociedades, las culturas y las civilizaciones se construyen sobre la base de mitos (en el sentido religioso-filosófico del término) y revelaciones de origen trascendente, reales o presuntas. Esos mitos o revelaciones tienen una base antropológica, es decir, tratan de dar respuesta a las preguntas fundamentales que todo hombre se formula en algún momento de su vida: ¿quiénes somos?, ¿qué somos?, ¿de dónde venimos?, ¿cuál es nuestro destino?, ¿cómo debemos relacionarnos con nuestros semejantes?, ¿cómo distinguir lo bueno de lo malo?, ¿cuáles son las causas del mal? El último que intentó dar una respuesta coherente y sistemática a esas preguntas fue, precisamente Kant. E intentó hacerlo prescindiendo, precisamente, de cualquier referencia a lo trascendente o a todo aquello que no pudiera ser demostrado racionalmente.

Consecuentemente, la civilización occidental, desde la Ilustración y la Revolución Francesa y, especialmente, después del horror de las dos guerras mundiales, ha renunciado a dar otra respuesta a estas preguntas que no sea la del hedonismo epicúreo clásico: carpe diem, la muerte no nos concierne, perseguir el placer y evitar el dolor, maximizar las posibilidades de progreso y bienestar material de tal forma que cada cual pueda buscar la felicidad libremente, a su manera, en la falaz creencia de que la “mano invisible” acabará introduciendo, lenta y pacíficamente, un nuevo orden de libertad, armonía y progreso. O incluso más allá, como E. M. Cioran expresa con total coherencia en Del inconveniente de haber nacido, rechazando la existencia como fuente de dolor: de ahí la popularidad del budismo en un Occidente cansado de logros materiales y de cruentas luchas por el dominio, y hambriento de logros espirituales.

Esta es la primera vez en la Historia que una civilización, la nacida de la Ilustración, en sus postrimerías, trata de fundamentarse en un mito completamente ajeno a cualquier idea trascendente: el mito de que nada hay más allá de la materia, el mito de que las cosas son la medida de todo hombre, de que todo lo que cabe esperar en esta vida es cierto grado de bienestar material, y que de no obtenerlo, la vida es un fracaso. Un lúgubre y destructivo mito incompatible con la naturaleza humana, que excita sus peores vicios y que impide aflorar sus mejores cualidades.

Jesucristo les advirtió a los Apóstoles “¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? El programa ilustrado permitió al hombre ganar el mundo… pero por el camino, Occidente ha perdido su alma, su autoridad y su influencia. Y sin auctoritas, la potestas no puede sobrevivir durante mucho tiempo.

Por eso hoy, el liberalismo, el hijo más noble de la Ilustración, no podrá sobrevivir mucho tiempo a la defunción de su madre sin reconocer como su auténtico padre al Cristianismo, esto es, sin reconocer el origen trascendente de todos sus postulados antropológicos: la igualdad de todos los hombres que se deriva de ser todos hijos de un mismo Dios, de donde se deriva, a su vez, el deber de amar al prójimo como a uno mismo, así como la fe en la recompensa de los buenos actos y el castigo de los actos perversos. “No os afanéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Porque los gentiles buscan todas estas cosas; pero vuestro Padre celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas. Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”. Esa es la auténtica “mano invisible”, la de la Providencia.

1 Comentario

  1. Interesante artículo. Tomo/tomamos nota de algunas de las críticas/recomendaciones…

    Aprovecho para enlazar el artículo de una estudiante de John Hopkins, Yanni Gu, que se atrevió a poner por escrito las obvias conclusiones que se extraen de los datos sobre la epidemia de Covid-19: esto es, que el COVID-19 tiene un efecto neto nulo en la tasa general de mortalidad: https://web.archive.org/web/20201126223119/https://www.jhunewsletter.com/article/2020/11/a-closer-look-at-u-s-deaths-due-to-covid-19

    Como viene siendo habitual, tanto el artículo como la fuente de datos (aportados por Genevieve Briand), han sufrido los consabidos recortes y silenciamientos característicos de esta nueva época que nos está tocando vivir, como muestra Matt Margolis en la plataforma PJMedia: https://pjmedia.com/news-and-politics/matt-margolis/2020/11/27/johns-hopkins-study-saying-covid-19-has-relatively-no-effect-on-deaths-in-u-s-deleted-after-publication-n1178930

    Los datos expuestos por Genevieve Briand se pueden ver/oir/leer (todavía) aquí: : https://www.youtube.com/watch?v=jNHCq699nk4


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