Solapada entre los más recientes casos de corrupción, pasó un tanto inadvertida la noticia de que los famosos primos Alberto Alcocer y Alberto Cortina, junto a otros colaboradores, serán juzgados el próximo mes de septiembre por unas acusaciones de denuncia falsa, falsedad documental y estafa procesal.
El asunto se presenta como una de las ramificaciones del caso contra los Albertos por la estafa a los accionistas minoritarios de Urbanor en los años 87 y 88 del pasado siglo (¡!). Merece la pena examinar algunos pormenores de esta larga historia para comprobar que la novela negra judicial tiene una fuente de inspiración real en España, bien es cierto que con elementos más burdos y tenebrosos que los plasmados por los más retorcidos cultivadores del género. Ríase usted de la pacatería de los personajes de Grisham.
En resumen, tal como se declaró probado por un tribunal madrileño, todo comenzó cuando los inefables primos urdieron un timo que consistió en hacer creer a otros socios que la transmisión de las acciones de esa sociedad a KIO (Kuwait Investment Office) se había hecho sobre la base de valorar unos terrenos en Madrid, donde hoy se yerguen las torres inclinadas, que constituían su principal activo, a un precio de 150.000 pesetas por metro cuadrado, siendo que el precio real pactado ascendió a 231.000 pesetas. Como resultado del engaño los consejeros delegados de Urbanor escamotearon la cantidad global de 4.084 millones de pesetas (equivalentes a 25 millones de euros nominales) en lugar de hacer partícipes a los socios minoritarios de las plusvalías del negocio mercantil en proporción a sus acciones.
La sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 29 de diciembre de 2002 absolvió a los acusados, bajo el "argumento" de que los delitos que se declaraban probados debían entenderse prescritos, ya que los perjudicados formularon una querella defectuosa el día anterior a que venciera el plazo legal para entender extinguida la acción penal, y los defectos no se subsanaron hasta dos meses después, mediante la ratificación por parte de los querellantes en el juzgado de instrucción.
Mediante sentencia de 14 de marzo de 2003, el Tribunal Supremo estimó los recursos de casación que interpusieron algunas acusaciones particulares y el fiscal, dando por buena la querella como denuncia, válida para interrumpir los plazos de prescripción, y, en consecuencia condenó a los acusados por los delitos que venían acusados a unas penas que comportaban su ineludible ingreso en prisión.
No obstante, los "Albertos" recurrieron en amparo ante el Tribunal Constitucional y consiguieron que la audiencia madrileña suspendiera la ejecución de la condena mientras ese órgano no resolviera el asunto. Al mismo tiempo, emprendieron una segunda iniciativa para conseguir una eventual revisión de su condena por otra vía. De esta manera, una señora llamada Gloria Álvarez Aguarón presentó, veinte días después de conocerse la sentencia del Supremo, una denuncia ante la Fiscalía General del Estado en la que relataba haber recibido de forma anónima una carta que podría acreditar que los señores Cortina y Alcocer habrían sido víctimas de una presunta estafa procesal en relación con el caso Urbanor. Esa denuncia fue archivada por la Audiencia Provincial de Madrid "al constatarse la mendacidad de la carta en cuestión".
De esa carta mendaz proceden precisamente las acusaciones que afrontan en el juicio de septiembre Cortina y Alcocer, esta vez acompañados por abogados de cierto renombre, como Ramón Hermosilla e Ignacio Peláez, los "consultores" José María y Francisco Javier Arnaiz del Barco, supuestos autores materiales de la falsa carta exculpatoria, así como la denunciante Gloria Álvarez Aguarón. La osadía de estas maniobras atribuidas a estos personajes resultaría difícil de creer, si no fuera porque debieron de ponderar seriamente que resulta muy fácil hacerlo y salir impune del intento. Cualquiera que sea el resultado de este segundo juicio penal, no influirá sobre el asunto principal.
No en vano, cinco años después de su interposición, el Tribunal Constitucional otorgó el amparo a tan famosos zascandiles mediante su STC 29/2008, de 20 de febrero, porque entendió que el Tribunal Supremo vulneró su derecho a la tutela judicial efectiva en relación con su derecho a la libertad personal (sic) y anuló la sentencia del Supremo, con la consecuencia de absolverlos de la acusación, apreciando la prescripción de los delitos.
A partir de ese sorprendente fallo, comenzó a calar la idea de que la apreciación de la prescripción de delitos implicaría que las indemnizaciones derivadas de los mismos corren la misma suerte. De acuerdo a esa impresión, los tribunales españoles no solo dejarían impunes conductas muy graves, si los autores tienen acceso a las capillas de poder adecuadas, sino que, además, permitirían a los delincuentes salvados de la cárcel in extremis retener y beneficiarse del botín de sus actividades delictivas.
A ello contribuyeron incidencias posteriores. El tribunal que juzgó en primera instancia obligó a los perjudicados estafados a devolver parte de las indemnizaciones ya entregadas y permitió a Cortina y Alcocer la cancelación del aval bancario que se les exigió para garantizar el pago de las responsabilidades económicas que se derivaban de las condenas por los delitos de estafa. Todo parecería corroborar que la responsabilidad por el daño, inherente a la noción de justicia, no tiene ningún enganche en el derecho positivo español, tal como lo interpretan los tribunales.
Llegados a este punto, sin embargo, tal diagnóstico parte de una inexacta comprensión de los efectos de la estimación de la prescripción en el procedimiento penal. Se trata de una causa de extinción de la responsabilidad criminal ajena a la valoración de los propios hechos. Aunque se pueda discutir esa interpretación tan beneficiosa para eludir la condena penal, dada por la tardanza en activar la persecución del delito o su paralización durante cierto tiempo, los perjudicados mantienen incólumes sus pretensiones resarcitorias contra los acusados para obtener una indemnización por los daños que sus conductas les han producido.
La justificación de lo anterior se basa en normas de justicia derivadas de añejos principios jurídicos, como son la responsabilidad por el incumplimiento de los contratos, la obligación del que causa un daño a otro de repararle de sus consecuencias y, en última instancia, la obligación de quien se ha enriquecido sin causa de indemnizar al perjudicado.
El singular sistema español permite dilucidar ambas responsabilidades en el proceso penal, pero estimula el ejercicio conjunto, debido a que no puede ejercitarse la acción civil por separado, mientras que la penal no quede resuelta por sentencia firme. Si ésta comporta la extinción de la responsabilidad penal, la acción civil subsiste, siempre que el orden penal no declare inexistentes los hechos que sustentan la acción civil.
Ahora bien, con independencia de cuál sea el desenlace de todo este embrollo en los tribunales, queda pendiente la cuestión de si alguna vez desaparecerán dobles raseros tan descarados en una administración de justicia tan incompetente.
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