Marcos Falcone. Este artículo fue publicado originalmente en Law & Liberty.
Argentina es famosa por sus calamidades económicas, pero desde hace décadas también está inmersa en otro tipo de crisis: la jurídica. De hecho, la relación entre la mayoría de los argentinos y la ley es tan conflictiva que políticos y periodistas citan regularmente el desprecio por el Estado de Derecho como causa del retraso económico. Si la gente se limitara a cumplir las normas, prosperaría. Todo el mundo pagaría los impuestos que le correspondieran y el Estado tendría dinero suficiente para prestar servicios básicos y ayudar a los pobres.
Jorge Luis Borges
En la cultura popular, la anarquía se presenta como una de las principales características de la sociedad argentina. Quizá el símbolo más importante de ello sea el poema más famoso del país, Martín Fierro (1872), que narra la historia de un gaucho que es llamado a filas, deserta del ejército y se convierte en un forajido perseguido por la policía. Pero décadas más tarde, Jorge Luis Borges, quizá el escritor argentino más importante del siglo XX, seguiría escribiéndolo:
El argentino, a diferencia de los estadounidenses y de casi todos los europeos, no se identifica con el Estado. Esto puede atribuirse a la circunstancia de que los gobiernos en este país tienden a ser horribles, o al hecho general de que el Estado es una abstracción inconcebible. Pero una cosa es cierta: un argentino es un individuo, no un ciudadano. («Nuestro pobre individualismo», 1946).
Jorge Luis Borges
Hoy en día, la principal fuente académica para cualquiera que discuta la ilegalidad en Argentina, y en particular la teoría de que causa atraso económico, es el libro Un país al margen de la ley, escrito por el filósofo del derecho Carlos Nino. En el documento, Nino acuña el concepto de anomia boba para explicar la «tendencia a la ilegalidad» del país. Su argumento principal es que los argentinos se niegan a seguir determinadas normas en la vida cotidiana porque creen que les irá mejor si las desafían, con el resultado de que al final todo el mundo está peor de lo que habría estado si se hubieran seguido las normas. Según Nino, lo problemático es la actitud hacia la ley, más que la ley en sí. Y como el estado de anomia resultante es una tontería, concluye que hay que cambiarlo. Pero, ¿y si hay algo que falla en esa ecuación?
El respeto a la ley
En términos de cooperación social, el cumplimiento de las normas puede conducir a mejores resultados económicos para la mayoría de la gente, pero lo contrario también podría ser cierto. De hecho, si cumplir la ley hace que la mayoría esté peor de lo que habría estado si la hubiera incumplido, entonces es razonable esperar que la gente no la respete. Y es en este punto donde surge una hipótesis alternativa para explicar el aparente desprecio de los argentinos por las normas: ¿Y si hay algo en la ley que dificulta el progreso individual y, por tanto, incentiva a la gente a no respetarla? ¿Y si una actitud relajada hacia la ley, lejos de condenar a la sociedad al atraso, es en realidad una estrategia de supervivencia argentina? ¿Y si la solución a ese problema es cambiar el contenido de las leyes y no la actitud de la gente hacia ellas?
Para explicar la evolución del derecho argentino, es útil examinar los cambios constitucionales, y en particular los que se introdujeron en la Constitución de 1853, que sigue vigente en la actualidad. Juan B. Alberdi, que fue el que más influyó en el momento de su redacción, siguió deliberadamente el modelo establecido por los Padres Fundadores norteamericanos para establecer el tipo de Estado de Derecho que necesitaría una sociedad clásicamente liberal. Argentina declaró, en el siglo XIX, que cualquier persona del mundo que deseara hacer negocios en el país podría hacerlo; que desaparecerían las barreras burocráticas internas al libre comercio; que el gobierno no concedería privilegios a nadie; y que la propiedad privada era un derecho inviolable. Como diría Isaiah Berlin, el documento consideraba la libertad de forma negativa. El papel del Estado consistía simplemente en establecer normas para que los individuos actuaran y prosperaran.
Cambios en la Constitución
Sin embargo, desde su creación, la Constitución argentina ha sufrido varios cambios que han modificado su espíritu. En muchos casos a lo largo del siglo XX, los nuevos artículos incorporados a la Constitución argentina han reconocido «derechos» sociales y colectivos, cuya aplicación depende de una mayor intervención del gobierno. La reforma de 1949, por ejemplo, instituyó un «uso social» de la propiedad que allanaba directamente el camino para que el Estado violara los derechos de propiedad. Ese cambio, aunque revocado posteriormente, serviría de base para el artículo 14 bis de la Constitución, que se añadió en 1957 y sigue vigente. Este artículo, entre otras cosas, garantiza la existencia de un salario mínimo, establece salarios «justos» para los trabajadores, exige que obtengan una parte de las plusvalías que existan y prohíbe de hecho que el Estado despida a los empleados públicos.
Otras reformas consolidaron el espíritu cada vez más intervencionista de la Constitución. La Convención de 1994, por ejemplo, añadió el concepto de «derechos medioambientales» de un modo que implica la intervención proactiva del gobierno. Este y otros «derechos» de tercera y cuarta generación, en particular los que exigen una acción afirmativa para diversos grupos con el fin de garantizar la «verdadera» aplicación de otros derechos constitucionales, demuestran que el concepto de libertad incorporado en el documento ya no es negativo, sino que se ha convertido en positivo: El Estado debe intervenir activamente para obtener resultados concretos.
El auge del intervencionismo
Como era de esperar, la legislación argentina se ha vuelto cada vez más intervencionista. El Congreso ha nacionalizado en varias ocasiones empresas privadas y fondos de pensiones, y ha establecido y aumentado docenas de impuestos diferentes, con el resultado de que los tipos impositivos totales efectivos superan el 100%. Pero la burocracia también ha aumentado de forma tan espectacular que cumplir la legislación cuesta a las pequeñas y medianas empresas un 500% más de tiempo que a sus homólogas de países vecinos como Brasil.
Y aunque la evolución del rigor burocrático es difícil de medir a lo largo del tiempo, los datos disponibles de las últimas décadas sugieren que la situación ha empeorado: Según el Ranking de Libertad Económica del Instituto Fraser, Argentina ocupaba el puesto 36 en 1970, pero hoy ocupa el 151 de 165 países en términos de regulación, lo que significa que se ha vuelto cada vez más burocrática. No es de extrañar, pues, que el empleo informal represente ya hasta el 45% de la mano de obra total. La «tendencia a la ilegalidad» que Nino identificó en la sociedad argentina parece estar provocada por el propio Estado.
No es anarquía
La anarquía no es una característica aleatoria de la sociedad argentina. El problema normativo de la economía argentina no es la anarquía en absoluto, sino el exceso de regulación por parte del Estado. Lo que se necesita no es una mejor aplicación de la ley o la creación de nuevas leyes, como sugiere Nino, sino menos y mejor legislación, que permita a la gente cumplirla sin hundir sus negocios.
Sin embargo, el caos que resulta de reaccionar ante un exceso de regulación va más allá de la economía. En 2020, por ejemplo, durante la pandemia de Covid-19, Argentina tuvo la cuarentena más larga del mundo, y el gobierno impuso medidas tan estrictas que la gente empezó a desobedecerlas masivamente. Las empresas se esforzaban por sobrevivir, por supuesto, pero los ciudadanos de a pie también intentaban ejercer derechos humanos fundamentales como la posibilidad de salir de casa sin permiso o reunirse con quien quisieran. Al hacer imposible que la gente disfrutara de libertades básicas, el gobierno argentino obligaba a todo el mundo a desobedecer. Las leyes existían, pero eran absurdas, lo que en la práctica significaba que imperaba un orden espontáneo.
Al final, el problema de la legislación argentina parece ser que se ha extraviado. En lugar de permitir a los ciudadanos respetuosos de la ley hacer negocios como mejor les parezca, se ha convertido en una mezcla de regulaciones asfixiantes y legislación basada en resultados que obliga a la gente a permanecer fuera de sus límites para poder sobrevivir. En este sentido, Borges, que intuyó que algo iba mal hace casi un siglo, expresó con claridad no sólo el origen de este problema, sino también el mecanismo de supervivencia que la sociedad argentina sigue adoptando décadas después:
El problema más urgente de nuestro tiempo… es la progresiva injerencia del Estado en los actos del individuo. En la lucha contra este mal… el individualismo argentino, aunque tal vez inútil o perjudicial hasta ahora, encontrará su justificación y sus deberes. (‘Nuestro pobre individualismo’, 1946.)
Jorge Luis Borges
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