Ahora que por causa de las fallidas hipotecas subprime en USA, arrecia con brío la martingala antiglobalizadora y el mercado acumula denuestos, debería ser éste precisamente un momento de sentida convicción liberal. Ante la vacilación, el gran escritor inglés Gilbert Keith Chesterton afirmaba con claridad que "el escepticismo de nuestro tiempo no destruye realmente las creencias, más bien las crea; les da sus límites y su forma simple y desafiante. Los que somos liberales, antes tomábamos el liberalismo con ligereza, como algo evidentemente cierto. Ahora que ha sido discutido lo defenderemos ferozmente, como una fe".
No se pretende aquí adscribir a Chesterton (1874-1936) en el panteón de liberales ilustres, según conocemos, nada de eso; es más: el autor de Beaconsfield fue inspirador de una abstrusa teoría económica denominada distribucionismo, una especie de tercera vía entre el capitalismo y el socialismo, demasiado pegada a las encíclicas papales. En cualquier caso, no puede negarse en G.K.C. su condición de liberal decimonónico en sazón, su rechazo al socialismo fabiano y, quizá lo más relevante que comentar, ese factor exclusivo que convierte a genios de la literatura como él en profesores de energía que inspiran a multitud de personas en toda clase de circunstancias.
La clave de bóveda del pensamiento de Chesterton gravita sobre la paradoja, la cual "significa simplemente cierta alegría desafiante que pertenece a la creencia". Porque sin convencimiento, con cinismo, la naturaleza humana –según G.K.C.– perece. De este modo Chesterton puso en solfa a los nacionalismos, la vacuidad progresista y los grandes santones de la época: Bernard Shaw, Wells y demás deterministas. La obra de Chesterton es contemporánea; sus asuntos son nuestros asuntos. En Herejes, última obra publicada en España, disecciona, entre otros temas, el disimulo de los artistas, la conjura intelectual contra la Navidad, la docilidad de la prensa amarilla, los mitos de nación vieja y nación joven, la rigidez ecologista y otras supercherías.
Chesterton fue abanderado del héroe anónimo, el hombre y la mujer corriente que logran cosas formidables. Los tímidos son los verdaderos aventureros, los valientes prácticos; no los pequeños Césares ensalzados en las escuelas de negocios y que tienen mucho que perder. Allí donde un hombre es alguien, oponiéndose al statu quo, está desafiando todo lo demás, incluso la orgullosa humildad de los científicos. Recuérdese la reciente estulticia de Eduardo Punset (Redes, nº 477) afirmando que la vida de cualquier varón, tras ser progenitor a los 40 años, es mera redundancia. Como dice atinadamente G.K.C: "¿Qué tiene de bueno engendrar un hombre si antes no hemos resuelto qué tiene de bueno ser un hombre?"
El imponente Gilbert Keith se encontraba a gusto entre generalidades, entre leyes universales que hacen comprensible el mundo que vivimos. "¿Y de que sirve decirle a un hombre (o a un filosofo) que tiene todas las libertades salvo la libertad de hacer generalizaciones? Hacer generalizaciones es lo que hace de él un hombre". La visión panorámica permite, al fin, dominar el valle. La ausencia de reglas, de cualquier regla, la norma que dictamina que no hay normas, nos engrilleta; nos deja al albur de la próxima estupidez al uso.
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