Recientemente, una representante de la farmacéutica Pfizer declaró en el Parlamento Europeo que las inoculaciones contra la COVID-19 no fueron testadas para frenar la transmisión. Declaración Nada sorprendente para las personas más o menos conocedoras del proceso de acreditación y registro de un fármaco. La eficacia del producto, nos dicen ahora, no es frenar la transmisión, sino evitar el ingreso hospitalario, la UCI y, en última instancia, el fallecimiento. Estos argumentos son ya de por sí suficientemente poderosos para tomar cierta medicina o administrase una vacuna. Todos los años se lanza la campaña de vacunación contra la gripe y jamás se ha dicho que la vacuna impida que las personas enfermen o se contagien, sino que, en caso de infección, la situación será más llevadera o incluso inocua. Ahora bien, el problema surge cuando recordamos que se ha legislado basándose en la falsedad de que las inyecciones reducían la transmisión.
En la época de la posverdad y las agencias de falsificación verificación, menos mal que nos sigue quedando la hemeroteca para confirmar aquello que nos suena. En marzo de 2021, el propio CEO de la compañía señaló a un periódico alemán que “la cantidad de personas para las que la PCR es positiva y que, por lo tanto, son potencialmente contagiosas, se reduce en un 92% después de la vacunación”. Pero bueno, podemos exculpar que un comerciante exagere, por decirlo suavemente, sobre las bondades sobre su producto. Ya tenemos cientos de organismos gubernamentales en Occidente que se encargan de salvaguardar la publicidad o los resultados de un producto. El principal problema, como decimos, es que esta falsedad fue la base sobre la que se sustentó una política discriminatoria contra el colectivo que decidió no administrase dicho fármaco.
Para ello, fue necesaria la participación de dos actores fundamentales: gobiernos autonómicos (no todos) y sus correspondientes tribunales superiores de justicia (concretamente la sala de lo contencioso-administrativo). Bueno, en realidad debemos añadir un tercero: el gobierno nacional. Según la Constitución española de 1978 (art. 116.1), el que el Congreso abdicase de sus obligaciones hizo que quedara “así cancelado el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados bajo el estado de alarma. Control parlamentario que está al servicio, también, de la formación de una opinión pública activa y vigilante y que no puede en modo alguno soslayarse durante un estado constitucional en crisis”. La cooperación de la presidente del Congreso, Meritxell Batet, es más que evidente, sin ninguna responsabilidad legal por su parte. Ya tenemos la primera muerte del derecho.
Los gobiernos autonómicos más beligerantes contra los derechos fundamentales fueron Galicia, Andalucía y Comunidad Valenciana. En estas tres regiones se impuso durante un mayor tiempo y con medidas accesorias la implantación del denominado pasaporte COVID, un documento según el cual la persona quedaba autorizada al acceso a ciertos lugares (hostelería, cines, ocio, etc.), siempre y cuando la persona hubiera tomado ese producto que, según nos contaron, reducía el riesgo de contagio. Por ejemplo, el TSJA autorizó esta medida bajo la afirmación de que cumplía con los requisitos de “proporcionalidad, necesidad e idoneidad”. Se trata de medidas necesarias, ya que “permiten mitigar la transmisión del coronavirus en este momento epidemiológico con tendencia ascendente”. En otra ocasión hemos tenido oportunidad de hablar sobre la posibilidad de excluir de ciertas actividades abiertas al público a personas con un virus respiratorio en su cuerpo, por lo que no es momento de repetir argumentos ahora.
Pues bien, busquemos ahora algún tipo de responsabilidad por parte de los magistrados que firmaron aquellas limitaciones de derechos fundamentales. Absolutamente nada. No los gobernantes que acudieron a los tribunales buscando menoscabar derechos fundamentales de sus ciudadanos, alguno de ellos recompensado recientemente con una mayoría absoluta, sino de los jueces que, en teoría, deben evitar este tipo de atropellos. Ya tenemos la segunda muerte del derecho. No se trata únicamente de que asuman las consecuencias de sus actos, que ya sería mucho, sino que el discurso que nos bombardea a diario es que aquello nunca pasó, que nunca nos dijeron que había que vacunarse para evitar la propagación, que nos vacunáramos para proteger a las personas mayores o de otras afirmaciones (especialmente relativas a mascarillas) que el tiempo se ha ocupado de desmentir.
2 Comentarios
Excelente artículo. Es fundamental que haya un debate político al más alto nivel y rendición de cuentas sobre lo que se ha producido en estos dos últimos años, ya casi tres. Una declaración de estado de emergencia (incluyendo alarma, excepción o sitio) suspende todos los derechos, y en las emergencias los Estados tienden a censurar y mentir a gran escala (orwellianamente, «combatir bulos/desinformación»).
Por ello uno de los deberes cívicos más importantes ahora mismo debería ser restringir drásticamente la posibilidad de decretar emergencias y decretar responsabilidades para quien las induzca desde los poderes públicos (ya que es algo parecido a gritar «fuego»).
Ahora bien, algo muy interesante es que, con todos los atropellos que se han cometido, España no ha sido el país en el que se han cometido más abusos. Con diferencia, en Europa son Italia, Austria y Alemania los peores, llegando a cotas inhumanas con los pasaportes verdes para trabajar o a confinamientos discriminatorios. Y es singular que, aunque tarde, el Constitucional haya declarado ilegales los estados de alarma… aunque sin consecuencia política alguna.
La declaración de estado de alarma no suspende derechos fundamentales, pese a que lo haya sostenido Conde-Pumpido. Simplemente los limita. De hecho, ese fue el argumento del TC para declarar inconstitucional el confinamiento.