El pasado 6 de enero, durante la sesión conjunta del Congreso y el Senado de los Estados Unidos en el Capitolio, que certificaría oficialmente a Joe Biden como presidente electo, una turba de partidarios de Donald Trump se dirigió hacia el edificio y lo asaltó sin, al principio, apenas oposición de las fuerzas de seguridad que lo custodiaban. Lo que siguió lo hemos visto anteriormente en otros momentos históricos, cuando la muchedumbre tomó al asalto un edificio, aunque con matices propios de la actualidad. Los representantes del pueblo estadounidense, incluido el vicepresidente Mike Pence, fueron evacuados, a la vez que los asaltantes se dedicaban a saquear y a hacerse fotos en diversos lugares emblemáticos del edificio, antes de que fueran reprimidos. Fue en ese momento en el que se produjeron cuatro muertes entre los asaltantes (la agonía de una de ellas fue grabada en directo por un móvil) y varios heridos graves, otro de los cuales, un policía, moriría más tarde (1).
No es este tema, las elecciones americanas, el que quiero tratar, sino la tranquilidad y la aceptación por parte de mucha gente del hecho de que una muchedumbre, una turba descontrolada y descontenta, con o sin razón, use la violencia para intentar conseguir un fin político. Es evidente que la manifestación, desde la pacífica a la violenta, no es un fenómeno nuevo. Desde la antigüedad clásica hasta la actualidad, las masas se han enfrentado con aquellos que han considerado culpables de sus males, y estos, si han tenido los medios, han reaccionado con fuerza para reprimirlas. Es a partir del siglo XIX cuando este modo de protesta se convierte en una herramienta política más habitual, termine o no de manera pacífica.
En la actualidad, la manifestación es un derecho en democracia, aunque esto podría ser discutible, ya que suele entrar en conflicto con otros derechos de personas que, ajenas a las razones de la convocatoria, se ven afectadas por los efectos colaterales. Muchas fuerzas políticas y sociales la usan dentro de sus estrategias de acción. Los objetivos que plantean o el grado de contundencia con el que se ejecutan son distintos para cada uno y, repito, puede hacerse de manera pacífica o, por el contrario, optar por el uso de la fuerza en algún momento, incluso combinar ambas estrategias. En regímenes totalitarios, las manifestaciones son, no pocas veces, la única manera de expresar el descontento, ya que las instituciones políticas están vetadas a los opositores e individualmente se puede correr peligro si se expresa con demasiada vehemencia el rechazo a las políticas gubernamentales, quedando un grupo suficientemente compacto y coordinado como un elemento más eficaz a la hora de reivindicar un cambio, a la vez que se pretende asustar al régimen. Desgraciadamente, estos regímenes no tienen reparos en usar una violencia excesiva para reprimir, a diferencia de las democracias, donde una violencia desmedida, real o ficticia, puede hacer caer gobiernos.
Los movimientos revolucionarios suelen optar por el uso violento de las masas, porque es coherente con su manera de hacer política. La naturaleza utópica de su movimiento impone la destrucción de todo lo que hay en busca de una sociedad nueva, de un hombre nuevo, así que no tienen reparos en destrozar lo que encuentran por delante (mobiliario, personas, edificios…), incluso a costa de muertes dentro de su movimiento, mártires que se muestran como el precio que hay que pagar. Algunos movimientos anarquistas también optan por esta variedad violenta . Por otra parte, las manifestaciones reivindicativas no tienen por qué tener una naturaleza violenta, pero durante décadas, se ha visto que los objetivos se consiguen mejor si se muestra un cierto nivel de intimidación, que si sólo se expone la reivindicación. No es habitual ver esas manifestaciones de personas con pancartas que daban vueltas a una manzana, dejando paso a los peatones, o que se concentraban en superficie mínima sin molestar. Por el contrario, las grandes marchas terminan colapsando ciudades, algunas veces durante días.
En las actuales democracias, la permanencia en el poder depende, cada vez más, de ciertas reivindicaciones ligadas al Estado de bienestar, en especial sobre educación, sanidad, pensiones, vivienda pública, transporte público, urbanismo, etc. Satisfacer estas y otras reivindicaciones supone votos y, desde hace unas décadas, prestigio e imagen pública. Las manifestaciones de determinados colectivos pueden ser favorables o adversas, así que se genera una serie de estrategias desde las partes en conflicto para controlarlas, liderando las que son favorables e intentando acallar las que no lo son. El uso y, en su caso, el control de los medios y las redes sociales es esencial, pues lo hace todo más efectivo (ya hemos visto que la “alianza” entre el Estado y las grandes empresas -media, tecnológicas, etc.- es esencial en estas estrategias desde el poder).
Las grandes manifestaciones en defensa de una idea, un fin solidario, social o medioambiental, son cada vez más frecuentes, hasta el punto de que se han convertido en razones para el turismo social. La crisis climática, la lucha contra la discriminación por raza o condición sexual, la búsqueda de la igualdad o la lucha contra la pobreza arrastra a miles de individuos de todo el mundo a una ciudad durante días, sólo para asistir a las reuniones públicas y a las manifestaciones. Todos los grupos, incluso los que forman parte del problema más que de la solución, quieren liderar y mostrarse al frente de los movimientos ciudadanos. Pensemos en la omnipresente crisis climática y los movimientos y reacciones que genera; las empresas que contaminan quieren ser las más verdes, las políticas públicas que los ignoraban hasta hace unos años son las más progresistas y las personas que antes se inhibían, ahora se unen a grupos (subvencionados la mayoría) o incluso acuden a título personal, preocupados por algo que, no pocas veces, tampoco es que lleguen a entender. Liderar o formar parte de estas manifestaciones es una imagen impagable para los propósitos de algunos.
A algunos grupos políticos y sociales más extremos, más radicales, puede interesarles tener ‘turbas profesionales’ a las que dar objetivos, todo de una manera oficiosa, nada escrito ni demostrable. Algunas veces no es necesario decir nada a nadie. Ya saben qué hacer y qué grado de violencia hay que aplicar. De estos salen los “rodea el Congreso”, los que asaltan edificios e incluso los ‘okupan’, los que buscan a personas para acosarlas, los que ‘escrachean’ por la mañana y se lanzan a una pacífica reivindicación por la tarde que termina en destrozos en coches, comercios, mobiliario público, etc. Esta es otra manera que tienen de decir que la sociedad ha hablado y está enfadada. Todo está bien si se avanza en la línea que consideran adecuada. Todo apesta a utilitarismo.
Se han generalizado las manifestaciones y se han obviado los daños colaterales que suponen, desde los muertos a los desperfectos en las propiedades, en el mobiliario público o las simples molestias que crean a los ciudadanos, como si las necesidades de estos fueran intrascendentes ante sus grandes reivindicaciones, a la vez que ignoramos que algunas de estas grandes causas están acabando con -estos sí- derechos fundamentales de los ciudadanos. Sin embargo, siendo esto horrible, no es lo peor.
Caminando a la vera de políticos y políticas populistas, estamos enseñando a las generaciones actuales y a las futuras que, cuando quieran algo, ya sea en materia social o política, incluso a nivel personal, lo adecuado es la manifestación, la protesta pública, incluso la turba descontrolada, porque si la acción es lo suficientemente violenta, el que lo tenga que proporcionar se doblegará, o al menos parecerá que lo hace. Mostramos, de esta manera, que todo es una cuestión de voluntad política, es el famoso triunfo de la voluntad que se hizo famoso en la década de los 30, que no hay límites, sino seres malvados que impiden que nos realicemos. El populismo político va acompañado de populismo social, que reduce el poder de las instituciones y eleva el de las muchedumbres. Estamos creando una sociedad donde los más radicales tienen en todo las de ganar, porque son los que más ruido pueden hacer. Este es un fenómeno que les ocurre a partidos de izquierda, de derecha o de centro, a sindicatos o a organismos de la sociedad civil, pues tiene que ver con la radicalidad de los que se expresan, no de las ideas en sí mismas. El declive de ciertas instituciones políticas y sociales no está dando lugar a otras más eficientes, sino al poder del grupo. No sé si hay causalidad o casualidad entre el auge del populismo y el incremento de las manifestaciones, las algaradas y los disturbios, pero me inclino por lo primero.
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