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La primitiva envidia

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Hace unos meses llegó a mis manos una de esas típicas guías de hacer dinero que pueblan las estanterías de todas las librerías de los EEUU y que apenas se dejan ver en muchas homólogas europeas. Esto no es más que un reflejo de la importancia que otorgan los lectores de ambos continentes a los asuntos prácticos de la vida. Se trata de una guía muy útil sobre los conceptos básicos para tomar o comprender decisiones de inversión.

Las sencillas explicaciones de dicho libro se intercalan con gráficas, tablas de rigor y viñetas con algunos chistes. Una de ellas consistía en dos dibujos básicamente idénticos. En el primero (titulado Capitalismo) se ve a un ricachón llevado en descomunal limusina y observado por un peatón desde la acera acompañado por su pensamiento: "Algún día conseguiré uno de ésos". Le sigue una segunda viñeta (titulada Socialismo) en la que se ve a nuestro mismo peatón observando, mohíno, al ocupante del cochazo pero con este otro pensamiento: "Algún día se lo arrebataré".

Es obvio que en esta última viñeta la envidia ha entrado en juego. Una de las razones por la que pienso que el socialismo sigue gozando de una buena salud (pese al decepcionante balance que nos ofrece la experiencia histórica contrastada) es debido a que la envidia está muy arraigada en nuestras pautas mentales ancestrales y su presencia es tenaz.

Durante las larguísimas etapas de carestía que nuestros antepasados homínidos tuvieron que soportar –nolens volens– hasta que el raciocinio y la aparición de la civilización empezaron a liberarles de las ataduras de las sociedades primitivas, probablemente nuestro cerebro hubo de codificar evolutivamente un mecanismo mental que rechazase, a modo de supervivencia cohesionadora, toda manifestación de abundancia sin ser repartida de inmediato entre los miembros del clan.

Los enormes beneficios que nos proporcionan la moderna división del trabajo y del conocimiento en una sociedad abierta debe llevarnos, contraintuitivamente, al respeto de los derechos de los demás a sus mayores ganancias (cuando así lo permita el mercado en cada entorno y en cada momento). Los colectivistas de todos los partidos, cuando nos hablan de la deseable moral pública del repartir –coactivamente, por supuesto–, no se imaginan lo tribal que es este pensamiento y de cuán lejos viene esa cruzada.

El paradigma actual de la sociología y antropología (muy escorado hacia babor) está basado en un modelo de conducta humano en el que da por hecho que nuestro cerebro es una "tabula rasa" y que todo está relleno de cultura; por tanto, se podría (y debería) educar al ser humano para que tenga las conductas que planifiquen los ingenieros sociales.

Pues bien, las investigaciones de la psicología evolucionista (1,2,3,4) niegan este paradigma: existirían, por el contrario, unos mecanismos innatos de la mente humana adquiridos por evolución que serían genéricos para todos los seres humanos y que nos harían tener comportamientos básicos comunes y previsibles (una especie de meta-cultura) aunque modulados –puesto que no son determinantes– por nuestra cultura, educación y entorno.

Mises acertó al denunciar la envidia como uno de los mayores obstáculos para la existencia de una sociedad libre. Es más, sus razonamientos sobre la importancia de la acumulación del capital para la creación de riqueza, así como del lujo como catalizador de la emulación e innovación, todavía hoy son incomprendidos por muchos. Si viviéramos en una sociedad totalmente despoblada de ricos, es más que seguro que padeceríamos todos serias penurias: la envidia igualitaria y anuladora del mérito habría, sin duda alguna, generalizado la escasez. El buen observador que fue David Hume apuntó en sus ensayos políticos que "la riqueza de los miembros de mi comunidad contribuye a aumentar la mía, cualquiera que sea mi trabajo."

Aquellos poderes públicos que obliguen menos a sus ciudadanos a ser "solidarios" y les dejen más espacio libre para sus mutuos intercambios voluntarios y hagan menos campañas de "sensibilización" pública que incidan en ciertas tendencias atávicas de nuestro cerebro, permitirán el desarrollo de entramados interpersonales mucho más prósperos que aquellos otros coaccionados y adoctrinados desde el poder.

Somos seres civilizados y libres muy a nuestro pesar, a contracorriente de nuestros impulsos ancestrales repetidamente imitados desde mucho antes del Holoceno (era geológica que tuvo, por cierto, su propio cambio climático y que puso el germen de las primeras civilizaciones humanas en nuestro planeta).

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