Dice Anthony de Jassay en su libro Social contract, free-ride, que los individuos estamos dispuestos a renunciar a nuestra libertad de elegir para ponernos en manos del Estado con la esperanza de que esta institución nos provea de manera más eficiente de los bienes y servicios públicos, entendiendo por tales aquellos cuyos costes y beneficios son indivisibles. Parece, a primera vista, que solamente el ojo que todo lo ve y la mano que todo lo alcanza es capaz de proporcionarnos lo que haga falta. Y los individuos tenemos la sensación de que conseguiremos mejores resultados en una sociedad sometida al pacto social hobbesiano que si nos decidimos a confiar en nuestra capacidad de búsqueda, libre de coacción. Como la madre sobreprotectora y cansina que cree que si no le repite a su hijo mil veces "Ponte el abrigo", el niño no se lo va a poner aunque esté cayendo una nevada antológica en la calle. Así, los ciudadanos, adoctrinados en la creencia de que sin vigilancia y coacción esto es la selva nos hemos hecho adictos al control impuesto. Y no nos damos cuenta de que se nos ha ido de las manos.
Si el principal problema que trata de evitar la provisión estatal de los bienes públicos es acabar con el gorroneo, De Jassay nos dice que no solamente no se soluciona el problema, sino que se logra que, con el tiempo, aparezca de nuevo el parásito que vive a costa de los demás, pero con más intensidad. ¿Por qué razón? Porque la gente se amolda. Los gorrones también. Y una vez que han observado que el Estado tiene tendencia a engordar y que no hay doctor Pitanguy que frene su voracidad (recuerde: a costa de su cartera y su libertad), se cuelan por las rendijas y reaparecen con conocimientos avanzados en fallos del control estatal, solicitando subvenciones y privilegios.
De Jassay explica que no se puede acabar con los aprovechados, como tampoco puedes evitar que un panoli lo sea. Son roles que se aceptan de manera inconsciente, está en nuestra naturaleza. Como ser un líder o un seguidor. Es cierto que no es justo que unos vivan a costa de otros, pero no se soluciona mediante la coacción estatal. Lo que se consigue es que sea el Estado el que reparta los papeles arbitrariamente: tú eres beneficiado, tú el pagador. El Estado no es una autoridad moral, es un gestor político susceptible de corromperse, de pervertir el criterio de concesión de dádivas hasta llegar al más burdo clientelismo electoral (como el que padecemos). Pero, dicho esto, uno no se queda tranquilo. Resulta contrario a la lógica que tengamos que aceptar la injusticia del free-riding sin hacer nada y mucho más la idea de que la gente elige el rol de "abusado". No hay más que preguntar en un bar, una clase o una cena de amigos la siguiente cuestión: "¿Das limosna a los pobre de la calle?" Siempre te encuentras a personas que deciden dar dinero a los mendigos que piden por las esquinas y semáforos, a sabiendas de que tal vez lo gasten en vino, o en lo que sea. "No me importa. No soy quién para juzgarles", suelen responder. Hay gente que elige ser generosa sin esperar nada. ¿Eso es ser un sucker (o pringado) en la terminología de De Jassay? Sí, y es cierto que va con la persona. Como escaquearse y no pagar.
La solución no está en el Estado, sino en la sociedad: en la costumbre y en los valores. Se trata de minimizar las distorsiones, de manera que los gorrones, que tienen menos aversión al riesgo que los demás, carezcan de incentivos para vivir del resto porque saben que quien penaliza es la sociedad, no un Estado con tendencia a crecer y a agrietarse por el exceso de carga.
No es un tema resuelto, eso está claro. Siempre habrá cuestiones de alcance comunitario que nadie puede decidir por sí mismo sin decidir al tiempo por los demás. La tragedia de los comunes, o el problema de la gestión de los bienes públicos, ha sido estudiado desde hace muchos siglos y su relevancia en nuestros días ha obtenido el reconocimiento (no siempre digno de mencionar) del Premio Nobel de Economía de este año a Elinor Ostrom, quien lleva una vida analizando las posibles alternativas. A pesar de no llegar a una conclusión definitiva, de sus estudios se deduce que es mejor la toma de decisiones descentralizada que la planificación central. De Jassay también llega a la conclusión de que lo mejor es desglosar lo máximo posible el problema para que la toma de decisiones y la asunción de responsabilidades correspondan a cada cual. Y, en todo caso, propone Anthony de Jassay que se pueda arbitrar un sistema de compensaciones que palien las posibles asimetrías.
Eso tendría como consecuencia que el clientelismo desaparecería y que el Estado necesitaría justificar su existencia de otra forma. Como punto de partida, no está mal.
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