La riqueza no cae del cielo. Ni siquiera el maná, preciado manjar que llovió de las alturas enviado por Yahvé para consumo del pueblo judío recién liberado, se puede considerar riqueza. Era sustento para que no murieran atravesando el desierto, no era exactamente lo que conocemos como riqueza. La riqueza o excedente, como lo llamaba Adam Smith, procede de la inversión: uno obtiene el fruto tras plantar la semilla y regarla. De igual forma, pero en un grado mucho más sofisticado, se crea la riqueza. Y sin embargo, quienes son partidarios de la intervención sobre su producción se empeñan en pervertir el circuito que parte del esfuerzo del ahorrador y resulta en el lucro (palabra maldita), en la obtención de beneficios. ¿Es lícito el lucro? ¿Es lícito que el gestor político determine qué hacer con él? Esa discusión no es de hoy, es antigua y bien complicada.
Los demonios del ahorro (y los del beneficio)
En 1867, el físico irlandés James Clerck Maxwell trataba de explicar la segunda Ley de la Termodinámica mediante una ficción, el conocido demonio de Maxwell. El científico explicaba que el calor podía no transmitirse de un cuerpo a otro siempre. Imaginaba dos gases de diferente temperatura en un recipiente con una separación en el medio. En esas circunstancias, suponía que un demonio travieso, con capacidad para diferenciar las moléculas de gas con diferentes temperaturas, situado en la división interna del recipiente, separaría las moléculas calientes de las frías y dejaría pasar al otro lado solamente a las calientes, por ejemplo, de manera que al cabo de un rato una parte del recipiente estaría fría y la otra caliente.
De la misma forma, nuestras autoridades se erigen en demonios al estilo de Maxwell y tratan de diferenciar qué ahorro es bueno, qué inversión merece la pena y, en consecuencia, qué negocios y sectores son los que deben salir adelante y cuáles no.
Se diría que tienen, como la ficción de Maxwell, omnisciencia financiera y empresarial. No vale ya la competencia, el instinto de oferentes y demandantes, como señal de cuáles son los negocios solventes. El argumento falaz es que los buscadores de beneficios, que tienen perversas intenciones, un alma oscura y una ambición del tamaño de una catedral, no van a pensar en el bien de todos. Como contrapartida creen que el demonio de Maxwell del gobierno, el gestor político, sabe qué negocios nos benefician a todos y merecen una subvención, un privilegio, etc. Todo el mundo se pregunta cuál es el modelo productivo español de mañana (o de dentro de un rato) y poca gente se niega al sesgo de la subvención del mismo.
La realidad económica y la ficción estatal
No es sorprendente que en nuestra sociedad se entienda que esta intervención es mala cuando se trata de rescatar empresas grandes o bancos. Al fin y al cabo, son buscadores de beneficio, adoradores del lucro y merecen sufrir. Lo entienden ahora, aunque no lo veían tan claro cuando muchos economistas opinábamos que era mejor dejar que quebraran los bancos y las cajas. Entonces dijeron que si quebraban los bancos ya no saldría más el sol.
Pero, a día de hoy, les parece mal que se salve un banco en decadencia a punto de quebrar pero salen a la calle para pedir una subvención para un sector quebrado hace años, como la minería o el cine. Y eso que, de la quiebra bancaria hay víctimas tan necesitadas como las víctimas de la crisis del cine, o los sufridos mineros, que merecen todo mi respeto, como todos quienes ven truncada su vida.
Lo que sí es sorprendente es que no se den cuenta de que los gestores políticos también son buscadores de lucro, de beneficio… pero a costa del contribuyente. Un beneficio que, en muchas ocasiones es monetario (legal o ilegal) y la mayoría de las veces el rédito es en especie: poder, escaños de diputados, puestos políticos. Los empresarios y banqueros con su búsqueda de beneficio crean puestos de trabajo, actividad económica, avivan el comercio. Los políticos electoralistas que miran a corto plazo, no. Porque esas subvenciones, que no siempre reciben los más necesitados, sino los buscadores de rentas más avispados, no generan riqueza.
Claro que sigo pensando que no hay que rescatar grandes empresas y grandes bancos, pero tampoco pequeñas. Lo que sí hay que hacer es facilitar que las mejores ideas encuentren su cauce, el suyo, no el que los demonios políticos al estilo de Maxwell decidan.
Creer que una autoridad político-económica sabe y puede discriminar entre negocios y sectores necesarios o sólidos es pensar que de verdad existe esa ficción utilizada por el científico irlandés. Una ficción votada por la mayoría de los españoles legislatura tras legislatura.
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