Hace un lustro tuvimos ocasión de ser partícipes en uno de las medidas más publicitadas de la Unión Europea, el euro. El uno de enero de 2002 se introdujeron en la mayoría de países pertenecientes a esta organización los billetes y monedas de esta divisa, retirándose las antiguas.
Los motivos aducidos por los gobiernos de estos países para dar dicho paso fueron varios. Entre ellos se mencionaban la eliminación del riesgo de tipo de cambio en las transacciones intracomunitarias, la supresión de costes de conversión entre estos países, la transformación de esta moneda en una divisa reserva a nivel internacional y la estabilidad de los agregados macroeconómicos de los países pertenecientes a la zona euro.
Cinco años después cabría preguntarse si la introducción del euro ha sido un fracaso o un éxito. Si atendemos a los criterios de los responsables de la eurozona, la implantación de la moneda ha sido todo un éxito que ha respondido a todas las expectativas depositadas. Así, los costes de comerciar entre países de la zona euro han decrecido (al haber desaparecido los costes de cambio) y han disminuido los costes asociados a las exportaciones extracomunitarias (al gozar de mayor aceptación el euro en el exterior que las antiguas divisas nacionales). También se ha convertido en moneda reserva de distintos bancos centrales no comunitarios, por lo que la convertibilidad con otras monedas nacionales es más sencilla.
No obstante esta opinión favorable al éxito no es ni muchísimo menos unánime si se realizan encuestas a los usuarios de las monedas. Es muy común en España encontrar opiniones personales de que la inflación se ha disparado con el euro, en Alemania una encuesta mostró cómo el 1 de junio de 2005 un 56% de los encuestados era favorable a la vuelta del marco, y cómo distintos partidos nacionalistas franceses e italianos pedían el regreso del franco y la lira, respectivamente.
Quizás para medir el éxito o fracaso de esta moneda deberíamos examinar el motivo por el que existen las mismas. Durante gran parte de la historia de la humanidad no existió nada similar a la moneda, ya que las transacciones entre los distintos individuos se llevaban a cabo mediante el trueque. Fue con el florecimiento de las civilizaciones del neolítico cuando surgió la moneda de manera espontánea. Con la especialización del trabajo y el aumento de la oferta de bienes llegó a hacerse inviable realizar las transacciones económicas mediante el trueque. Era posible que una persona desease un bien de otra, pero que a la última no le atrajese ningún bien de la primera. Para ello se emplearon bienes líquidos como herramienta de pago, que todo el mundo estuviese dispuesto a aceptar, como los metales preciosos o la sal.
Por lo tanto tenemos que el primer motivo por el que se emplean las monedas, independientemente de su tipo, es para poder efectuar transacciones con otras personas. No obstante ése no es el único motivo. Otro segundo motivo para demandar monedas es el ahorro. Puede que, en un día determinado, una persona obtenga cierta cantidad de dinero que no piensa emplear en ninguna transacción, y que simplemente decida quedarse con la misma para poder realizar otras en un futuro inmediato o lejano.
Atendiéndonos a las bases por las que existe el dinero y si lo aplicamos al euro obtenemos dos resultados contrapuestos. El euro como herramienta de intercambio ha resultado un éxito, ya que ha sido adoptado por los ciudadanos de los distintos países de la eurozona sin mayores inconvenientes. Cierto es que legalmente estaban obligados a ello y que aunque no hubiesen querido hacerlo, los gobiernos de dichos países habían definido como único medio de pago legalmente vinculante al euro.
Si atendemos al dinero como herramienta de ahorro nos encontramos sin embargo, con que los resultados no son tan halagadores. Según un informe de la Comisión Europea el 93% de los europeos percibe como el valor de dicha moneda se ve erosionado por la inflación. Esta impresión que comparten muchos ciudadanos ha sido tachada como errónea por los gobernantes europeos refugiándose en el valor del IPC (índice de precios al consumo) del país y de la eurozona. No obstante, la inflación simplemente se trata de la pérdida de valor que sufre una moneda, mientras que el IPC es un una media ponderada de la subida de precios de una determinada cesta de bienes que es elaborada por distintos organismos estadísticos estatales.
Como indicativo de la inflación se pueden emplear varios índices. En primer lugar tenemos la oferta monetaria. Existen varios indicadores habituales para medir esta magnitud, de los cuáles, los más habituales suelen ser M1 (dinero efectivo en circulación más depósitos a la vista), M2 (M1 más los depósitos a plazo) y M3 (M2 más cesiones temporales de dinero, fondos del mercado monetario y valores distintos a las acciones con vencimiento inferior a los dos años). Atendiendo a este último valor el crecimiento de la masa monetaria ha sido del 8% anual, valor superior al de los últimos años de la peseta. Estos datos también se pueden corroborar por la subida de precios de productos relacionados con el ahorro. Así el valor monetario de dos de los principales productos de ahorro, la vivienda y las acciones, ha subido espectacularmente durante estos años del euro, lo que evidencia que como instrumento de ahorro el euro no ha sido todo lo brillante que se auguraba.
Aunque el éxito del euro como medio de transacción pueda parecer tan brillante que de alguna manera compensa su fracaso como herramienta de ahorro, lo segundo no se trata de asunto baladí. Como bien explicaban los escolásticos españoles, la inflación es el más injusto de los impuestos, ya que recae especialmente en los individuos más pobres de la sociedad (cuyo instrumento de ahorro es fundamentalmente la moneda) y se trata de un impuesto que no ha sido aprobado por el parlamento. Además esta pérdida de valor de la moneda es motivo de imposición por parte de las administraciones tributarias, ya que al comprarse y venderse un determinado bien, se produce una plusvalía ficticia, causada por el envilecimiento de la moneda, pero que sin embargo es tratada como un enriquecimiento personal y se encuentra sujeto a imposición.
Por tanto, cinco años después de la introducción de la moneda única, cabe concluir que se han cumplido los objetivos trazados inicialmente en cuanto a herramienta de intercambio, pero que ha fracasado como medio de ahorro, al no sólo no haber enmendado la tasas de inflación existentes con las antiguas monedas nacionales, sino haber empeorado con el aumento de la oferta monetaria, envileciendo el ahorro de los ciudadanos europeos.
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