La asignación de los recursos escasos la hará el individuo en función de sus preferencias.
Recientemente tuve la fortuna de visita del museo del Calzado, en Elda (Alicante), ciudad conocida por su industria zapatera. No es ni mucho menos el primer museo que visito, y tampoco ha sido el último. Sin embargo, fue mientras recorría sus espaciosas salas cuando, reflexionando sobre lo aburridos que le parecen a la mayor parte de la gente los museos, y lo extraño que me resultaba que este se me estuviera haciendo pesado, comprobé que la teoría económica buena (o sea, la austriaca), también nos puede explicar estos fenómenos.
Veamos el contexto. El museo de que hablo es excepcional: no hay muchos museos sobre esta materia (es el primero que yo visito) y la exposición es excelente. Hay una sala dedicada a la maquinaría tradicional para la fabricación de zapatos; otra, al calzado en el mundo; otra se dedica a zapatos extraordinarios o raros, o de concurso; también hay una colección de zapatos de personalidades, e incluso zapatos para pies deformes. Es una exposición completa, de piezas que raramente tendremos oportunidad de ver en otro contexto.
Habida cuenta de mi experiencia previa, yo no había visto nunca cosas como las allí expuestas. Casi todo lo que iba viendo era bastante singular. Compárese con le experiencia de ir a ver un museo de arte convencional, como pueda ser una pinacoteca. Quieras que no, allí lo que se ven son pinturas, sí, de factura excepcional e incluso de renombre mundial, pero pinturas al fin y al cabo, y ver cuadros no es una cosa rara. En todas las casas hay, si me apuras. Yo puedo entender que determinados perfiles se aburran viendo algo que no perciben intrínsecamente como distinto de otras cosas similares, y comprendo ese paso cansino de muchos visitantes de los museos más importantes del mundo, y esos descansos, cada vez más prolongados, en los asientos que proporciona el museo, y a esos niños, jóvenes y adultos que deciden esperar a que el resto del grupo termine la visita sin ellos.
Lo que no entendía es que me estuviera pasando a mí en un museo como éste, cuyo similar no había visto antes. Y siendo consciente, además, de que cada nuevo espécimen en la exposición tenía su atractivo. ¿Qué es lo que pasa con los museos que, pese a atesorar piezas excepcionales (todas y cada una de ellas son verdaderas “piezas de museo”, disculpen la broma), terminan siendo aburridos para la gente?
Y es que ni siquiera la visita a un museo pueda escapar de la teoría económica. En este caso, de la teoría del valor. Esta teoría explica a qué se debe el distinto valor que damos a bienes, servicios y actividades, y hay un cierto consenso entre los académicos en aceptar para ello la llamada teoría marginal del valor.
Expliquemos brevemente cómo se forma el valor de acuerdo a esta teoría, para luego aplicarla a la visita a un museo. Cada individuo tiene una serie de preferencias o necesidades que satisfacer. Dichas preferencias están ordenadas jerárquicamente, de forma que cada individuo “sabe” qué prefiere cuando llega el momento de decidir (a veces esa preferencia consiste en no decidir). La satisfacción de estas preferencias o necesidades requiere de recursos, aunque solo sea de tiempo. Por supuesto, si el individuo tuviera infinitos recursos, podría satisfacer todas sus necesidades, y no sería necesaria la jerarquía expuesta. Pero como eso no es así, cada persona tiene que estar decidiendo constantemente a qué dedicar sus recursos (insisto, aunque solo sea el tiempo).
La asignación de los recursos escasos la hará el individuo en función de sus preferencias, de forma que la primera unidad (entiéndase en sentido amplio, como unidad funcional) del recurso la dedicará a su preferencia de mayor rango de entre las que precisan de ese recurso; la segunda unidad, a la siguiente preferencia, y así sucesivamente.
Es esta asignación de los recursos escasos la que les confiere valor, y un valor determinado para cada individuo, puesto que cada persona tiene su propia jerarquía de preferencias. Además, este valor variará en el tiempo, como también lo hace dicha jerarquía. Así pues, podemos observar que el valor de un recurso para cada individúo depende de sus preferencias, y del número de unidades del bien que tenga. A mayor número de unidades, menor será el valor que da a cada una de ellas, pues le sirve para cubrir una necesidad de menor rango en su jerarquía.
Es por ello que esta teoría se llama teoría marginal del valor: porque atribuye el valor de cada bien al de la necesidad de menor jerarquía que la cantidad disponible del bien cubre, a la necesidad marginal. Con esta teoría se puede explicar fácilmente la paradoja del valor: ¿por qué vale mucho más un diamante, que es un artículo de lujo innecesario para vivir, que el agua, sin la cual moriríamos? La explicación es, como acabamos de decir, que en el valor de un bien no juega solo la importancia de la necesidad que cubre, sino también la cantidad disponible.
A la hora de evaluar esta cantidad disponible, es fundamental la homogeneidad del bien. Pero no la homogeneidad física, sino la subjetiva. Esto es, que consideremos los bienes en cuestión como intercambiables a los efectos de satisfacer la necesidad. Si no consideramos homogéneos los bienes, entonces no hay reducción de valor al incrementar su cantidad. O, en cañí, no se pueden sumar peras con manzanas.
Quizá con esto ya empecemos a vislumbrar la explicación de la tragedia de los museos. Primero hay que recordar que ver un ítem adicional en un museo tiene coste, en términos de tiempo y esfuerzo, incluso aunque la entrada al museo sea gratis. De hecho, el comportamiento observado en los museos no depende de su precio de entrada, esto es, la gente no está menos “cansada” y menos “harta” en aquellos museos en que haya pagado respecto a los que son gratuitos[1]. Por tanto, la decisión de seguir viendo el museo tras el examen de cada objeto expuesto tiene un coste (el coste marginal de ver otra pieza) superior a cero.
Seguiremos recorriendo el museo mientras creamos que el beneficio de ver la siguiente pieza compensa el tiempo que nos va a consumir y el esfuerzo de llegar ella y examinarla. Si asumimos que el coste es más o menos constante, entonces la decisión de seguir depende exclusivamente del valor que obtengamos de cada pieza adicional observada.
Y aquí es donde está el problema: las colecciones de los museos son colecciones de ejemplares excepcionales, sí, pero de un determinado tipo. En la medida en que dichos ejemplares los vayamos percibiendo como homogéneos, el valor de observarlos se reducirá. Además, al estar todos juntos, las experiencias son contiguas en el tiempo, lo cual impulsa también esta homogeneización destructora de valor. Tras ver unas cuantas piezas, es muy posible que la visita empiece a aburrirnos: quizá aceleremos el paso para reducir el coste en términos de tiempo y que siga compensando ver cada ejemplar pese a la reducción de valor. O tal vez lo que hagamos es interrumpir la visita o abandonarla completamente, si es que no hay que esperar a algún compañero rezagado, o más interesado.
Por el contrario, a los expertos en la materia, cada pieza les parece única porque son capaces de apreciar sus diferencias. Para ellos, la observación de los artefactos no es una experiencia homogénea, como sí lo está resultando para los más legos en la materia. Lógicamente, la valoración de ver otro objeto es mayor para ellos y están dispuestos a pasar más tiempo, mucho más tiempo, en el museo.
Si este análisis es correcto, se podrían extraer algunas lecciones útiles tanto para los visitantes como para los curadores de los museos. Para los visitantes, el valor se obtendrá si consiguen apreciar las diferencias entre los objetos expuestos, combatiendo así la homogeneidad que destruye el valor de cada experiencia. En la práctica, ello se puede resolver leyendo sobre la materia antes de ir al museo; o leyendo las explicaciones que éste incorpore, o contratando un guía que lo explique. Alternativamente, se puede espaciar la visita en varios días, para que las experiencias no sean tan contiguas. Todas las opciones implican un coste adicional que muchos no estarán dispuestos a incurrir (ya sabemos que cada individuo tiene sus preferencias).
Para los curadores, la situación es dual: cómo hacer ver la excepcionalidad de cada pieza para los legos, y hacerlo a un coste mínimo para el visitante. Ello puede suponer inversiones que, a su vez, exijan un mayor precio en la entrada, lo que quizá detraiga visitantes a priori. En fin, no son soluciones fáciles, pero al menos parece que la teoría económica nos da alguna pista para poner fin a esta tragedia.
[1] Ello se debe a que dicho precio de entrada se transforma en coste hundido una vez pagado y entrado al museo, y ya no afecta a nuestras decisiones. Sobre esto se podría escribir otro artículo.
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