Imaginemos a una mujer titulada en un ámbito de conocimiento que encuentre una gran demanda de trabajo. Nuestra mujer se especializa y adquiere experiencia suficiente como para sentarse frente a su viejo o potencialmente nuevo empleador y «exigir» determinadas condiciones salariales.
¿Qué sucede si el Estado convierte el logro competitivo de la mujer de nuestro ejemplo en un «derecho» para todas las demás?
Nos han querido adoctrinar en la idea de que las conquistas individuales de unos cuantos, incluso los de la mayoría, deben ser homologados como mínimo coactivo que afecte al resto de individuos. Los mal llamados «derechos sociales» no son sino una extensión artificial y forzosa de condiciones que determinados trabajadores conseguirían «fácilmente» negociando con su empleador en el mercado.
¿Cómo beneficia esta extensión de determinadas condiciones laborales «mínimas» a quienes por su productividad o especialización no llegarían a alcanzarlas en el mercado?
Un trabajador cuya aportación al valor de lo producido sea tan baja que resulte perfecta e inmediatamente sustituible por casi cualquier otro trabajador sin importar su experiencia o especialización, nunca conseguirá superar cierto nivel salarial (ni siquiera, como veremos merced del intervencionismo o la acción sindical).
No debemos ver lo anterior como una desventaja, sino como una consecuencia inevitable de las circunstancias personales y económicas de ese trabajador. No obstante, en un mercado libre, sin barreras artificiales a la contratación y la fijación y aceptación de salarios y condiciones, el trabajador menos productivo, aun cuando se quedase en el paro consecuencia de un embarazo, por ejemplo, tendría prácticamente garantizada su inmediata reincorporación al mercado laboral en idénticas o muy similares condiciones a las que ya disfrutaba. Es decir, el trabajador marginal, en un mercado libre, encuentra una ocupación relativamente bien retribuida mucho más rápido de como la pierde.
Ahora vayamos a un mundo donde tanto a una mujer como a su empleador se les obliga a asumir los costes inherentes a condiciones laborales alcanzadas libremente por la primera protagonista de nuestra historia. Obviamente, la incertidumbre que suscita la posibilidad de una baja de maternidad es un coste que, estando el empresario «forzado» a asumirlo, va en demérito de la contratación de mujeres fértiles en competencia con hombres. Lo anterior ocurrirá salvo que exista la posibilidad de descontar dicho coste del salario de cualquier mujer aparentemente fértil que oferte sus servicios al empleador en cuestión.
¿Qué sucederá si una trabajadora no es capaz de contribuir lo suficiente al valor del bien o servicio producido, como para descontar dicho coste, y al mismo tiempo, deban cumplirse el resto de mínimos imperativos? Muy sencillo, directamente no será contratada.
Lo que al principio parecía una buena decisión (generalizar por ley las condiciones de la mujer más productiva), se ha convertido en la condena de las trabajadoras más débiles o marginales. Pero no se queda aquí el mal generado por esta intervención. El resto de mujeres (las que sí pueden asumir con su productividad este coste impuesto, entre otros) verán que, a pesar de todo, estarán suscitando muchas más reticencias que sus competidores masculinos en el momento de ser contratadas. Esto, que en un mercado libre sucedería para un reducido número de casos, en un ámbito de intervención se convierte en un estigma general. Una excesiva cautela inducirá al empleador a esquivar la contratación de mujeres fértiles cuando existan hombres con similar capacidad.
¿Qué hace el Estado ante este panorama? Redistribuir. Subvencionando la contratación de mujeres cree el legislador laboral que corregirá las desventajas artificiales previamente generadas por culpa de la extensión coactiva de «derechos». Con bonificaciones a la cuota a la seguridad social lo que se consigue es reducir el coste que el empleador soporta contratando a alguien, es decir, el Estado tolera salarios inferiores por la puerta de atrás, a cambio de mantener el resto de condiciones, incluido el neto percibido por el trabajador (que es sólo un espejismo del salario real). ¿Quién soporta el coste que ello comporta? La respuesta es sencilla. El resto de trabajadores, los que sí cotizan al 100%, que con cargo a su salario real estarán pagando las «conquistas sociales» de todo aquel que sea incapaz de producir por encima del sobrecoste que, arbitrariamente, la ley establece.
En primer lugar, se pretende generalizar condiciones que libre y previamente sólo algunos trabajadores han conseguido en el mercado (a medida que aumente el capital invertido per cápita, las conquistas se irán generalizando de forma espontánea y sin necesidad de intervención, tal y como ha venido sucediendo en los últimos dos siglos). En segundo lugar, y a la vista de la precaria situación en la que dicha intervención coloca a los trabajadores menos productivos y especializados, o cuyas circunstancias personales les impiden implicarse profesionalmente tanto como lo haría un hombre, el Estado decide subvencionar su contratación.
Las consecuencias que ello tiene para el caso de las mujeres son principalmente dos. Las mujeres fértiles acudirán estigmatizadas al mercado laboral. Pero es que además, y dado que nadie regala nada, únicamente será contratada aquella trabajadora que supere con su aportación al valor de lo producido el coste que debe anticipar el empleador en forma de salario. Las que no lo hagan, exclusivamente a través de subvenciones, directas o en forma de bonificación, lograrán un puesto de trabajo. Es decir, los más productivos verán como una parte considerable de su salario se redistribuye en forma de políticas activas de empleo.
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