Si el médico no puede certificar la causa fundamental de la muerte de una persona debiera requerir el dictamen del forense.
En medio de la mortandad más brutal que se recuerda en España desde la aciaga Guerra Civil, se ha suscitado un justificado escándalo por el recuento de los fallecidos por la enfermedad del coronavirus SARS-CoV-2. A finales de febrero, según el presidente de una asociación de funerarias, comenzó un espectacular aumento de decesos que no cuadraba con las indeterminadas causas expresadas en muchos certificados médicos. Esto provocaba a su vez problemas adicionales a sus empleados, habida cuenta de la necesidad de protegerse con equipos adecuados al tratar con los cadáveres y de que, de forma habitual -sustituyendo a directores de hospitales y médicos o familiares del difunto- son ellos quienes comunican a los registros civiles el fallecimiento de una persona, adjuntando esos certificados (art. 63.5º Ley del Registro Civil).
Por esa vía y el examen de los propios certificados médicos es fácil deducir que los 24.275[1] muertos según el recuento oficial, no se corresponden con la realidad. Dado que se trata de vidas humanas singulares, la polémica tiene implicaciones aún más graves que las meras estadísticas. No en vano, en casos de incineración, por ejemplo, las posibilidades de los familiares de una presunta víctima de la enfermedad para acudir a los tribunales como perjudicados quedarían anuladas. Por eso considero muy necesario indagar en cuáles son realmente los procedimientos para certificar la muerte de una persona y, si, realmente, el sistema ofrece –u ofrecía antes de la irrupción de la pandemia- garantías para conocer sus causas.
Conviene analizar la situación más allá de la actual refriega política. Es cierto que la responsabilidad del gobierno en la prevención (cuenta con la competencia exclusiva sobre la sanidad exterior, art. 149.1.16ª CE) y la propagación descontrolada de la pandemia (asimismo tiene competencia exclusiva para decretar el estado de alarma para afrontar la situación, art. 116 CE) se sustanciará ante los tribunales dadas las numerosas acciones judiciales emprendidas y las que quedan. Ahora bien, sería absurdo atribuirle la exclusividad sobre el conjunto de arraigadas costumbres que dificultan el conocimiento de las causas reales de cada fallecimiento en España.
Parte del problema radica en una regulación que se concentra en una distinción fútil; a saber, el factor esencial para realizar unas mínimas comprobaciones estribaría en las aparición de indicios de violencia (o “sospechosa de criminalidad”) o de muerte natural, más que en las dificultades objetivas para un médico cuando tiene que determinar las causas para certificar la muerte de una persona. Máxime cuando el documento que debe expedir el facultativo se considera como público, con todas las presunciones que tiene de veracidad.
Así, en el caso de concurrir indicios de violencia o criminalidad, la ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 262) obliga al médico a denunciar esa circunstancia ante la policía o un juez, quien deberá incoar una instrucción penal y ordenar una autopsia a los médicos forenses (art. 340 y 343). Por el contrario, en el caso de muerte natural, el médico emitirá el certificado de defunción, expresando la causa, que permitirá la inscripción de la defunción en el Registro Civil y la expedición de la licencia de enterramiento, sin que sea necesaria la práctica de la autopsia
Si bien esa distinción en dos categorías parece plausible, las circunstancias concurrentes complican sobremanera atenerse a ellas, por no mencionar el precipitado análisis normativo que debe realizar el médico. Por enumerar algunas de las posibles; cabe que la muerte se produzca en un hospital, estando el paciente ingresado o en el Servicio de Urgencias, tras haberle realizado algún tipo de prueba diagnóstica o sin ellas, o, incluso, que la persona concreta ingrese ya cadáver. También, como está ocurriendo trágicamente en esta pandemia, los fallecimientos ocurren en residencias geriátricas o en domicilios particulares.
Excepto en el caso de los pacientes que reciben tratamiento médico hospitalario o que dispongan de un historial que explique el trágico desenlace con un mero examen exploratorio, el médico se enfrenta a unas dificultades insuperables para diagnosticar las causas de la muerte de una persona. De ahí que la costumbre de rellenar un formulario[2] en el que deben indicarse las causas inmediatas, intermedias y fundamentales, sin expresarlas con claridad fuera bastante común antes de la irrupción de la pandemia del coronavirus SARS-CoV-2. Se podrá alegar que los médicos realizan esa labor con una presión social contraria a la práctica de autopsias, pero esa es la triste realidad.
Es por esto por lo que no puede sorprender que el presidente de Tribunal Superior de Justicia de Castilla y León dictara un acuerdo pionero para paliar las evidentes deficiencias del sistema puestas de manifiesto en un momento crítico. En efecto, partiendo de la premisa de la proliferación de certificados médicos que no sirven para su función primordial, insta a los jueces encargados a que velen para que los certificados médicos de defunción cumplan en lo sucesivo con el requisito de expresar todas esas causas en las muertes compatibles o sospechosas de ser provocadas por el coronavirus SARS-CoV-2o, en su defecto, soliciten dictamen urgente del médico forense. En segundo lugar, a que relacionen todos los óbitos producidos en su demarcación durante los meses de marzo y abril, desglosando tanto los que constan como producidos por el virus de marras como los sospechosos de serlo, así como los acontecidos en ese mismo periodo de los años 2018 y 2019. En tercer lugar, imparte una instrucción para que los médicos forenses revisen las inscripciones de defunción previas al 1 de marzo donde se aprecien sospechas verosímiles de esta infección en sus certificados médicos. Y, en último lugar, se dirige a los colegios de médicos para que encarezcan a los facultativos a cumplir con su deber de expresar claramente la causa fundamental de toda muerte.
Obsérvese que el magistrado está supliendo en cierta medida la ausencia de un plan masivo de realización de pruebas diagnósticas en vida por parte de un gobierno que ha asumido poderes excepcionales por el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo -y sucesivos de prórroga- por el que declaró el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el coronavirus SARS-CoV-2.
En cualquier caso, como conclusión provisional, queda claro que la certificación de las causas de muerte arrastraba una farragosa regulación de muy difícil cumplimiento antes de la implosión de este desastre humano. Una regla tan sencilla como que si el médico no puede certificar la causa fundamental de una muerte debiera requerir inmediatamente un dictamen urgente del forense, bien sea una autopsia o una biopsia posmortem; serviría para contabilizar seriamente los fallecidos por esta enfermedad. Estoy convencido, por último, de que una disposición de ese tipo aclararía de forma preliminar otros casos que se presentan en condiciones normales.
[1] Datos oficiales a las 22:45 horas del día 29 de abril
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