El premio Nobel de Economía Milton Friedman definía la inflación como un proceso generalizado y persistente de subida de precios. Friedman añadía que tal fenómeno debía tener necesariamente su origen en un incremento continuado de la cantidad de dinero. Ludwig von Mises, a mi entender el más grande economista del siglo XX, ofrecía la explicación subyacente al aserto de Friedman. Los precios han de subir en la proporción en que el aumento de la cantidad de dinero sobrepasa el incremento de los saldos en dinero que los sujetos desean mantener. Obviamente todo dinero disponible que exceda dicho importe será utilizado para comprar algo y consecuentemente presionará al alza los precios, pues, como en el caso de una subasta, sólo ofreciendo mayores precios será posible eliminar de la puja por unos mismos bienes a los otros aspirantes.
Desafortunadamente, ni Friedman ni Von Mises dieron entrada en su definición de inflación a un aspecto, el de la calidad de la moneda que es objeto de la inflación, que ayuda todavía más a comprender este pernicioso fenómeno. En una ilustración enormemente gráfica, Faustino Ballvé escribía que el fenómeno de la inflación era similar al de aguar el vino. No sólo se incrementaba la cantidad disponible, sino que la calidad resultante era notablemente inferior. O, como dijo Jacques Rueff, el padre de la reforma monetaria francesa de finales de los años 50, inflar la moneda es conceder a sus beneficiarios la potestad de demandar sin ofrecer, de sacar bienes y servicios de la economía sin que haya habido una aportación previa de riqueza por igual valor. Es por ello que la definición más precisa de inflación sería probablemente la de «deterioro en la calidad de dinero mediante la incorporación al circulante monetario de numerario sin las cualidades dinerarias necesarias».
El proceso de inflación en épocas pasadas, principalmente, se llevaba a cabo mediante una rebaja en el contenido de metal precioso de la moneda. Con la generalización del uso del billete o de los depósitos bancarios, el proceso inflacionario pasó a materializarse a través de la concesión de créditos sin respaldo de ahorro previo. En general los bancos envilecen el dinero produciendo inflación cada vez que lanzan a la circulación billetes o depósitos de nueva creación a cambio de activos no líquidos, de los cuales la deuda pública es el más conspicuo aunque no el único representante –añádanse hipotecas, letras de peloteo, préstamos para financiar inversiones a largo plazo, préstamos al consumo, etc.–.
Una vez aclarado el fenómeno, es fácil deducir algunas conclusiones sobre la cuestión. En primer lugar, podemos desterrar la falacia que trata de vincular inflación con crecimiento económico. La inflación es un fenómeno independiente del crecimiento. Por un lado, dos de las fases de crecimiento económico más espectacular de los últimos 150 años, el milagro económico alemán de la posguerra y el surgimiento de los EE.UU. como potencia industrial en las últimas décadas del siglo XIX, se produjeron con entornos de moneda sana (creación del DeutscheMark, vuelta al patrón oro tras la Guerra de Secesión). Por otro lado, la inflación ha estado presente en variados episodios de estancamiento o contracción: los EE.UU y Europa en los años 70, por no hablar de los numerosos periodos hiperinflacionarios de Latinoamérica o África.
Bien es verdad que existe un caso en que la inflación puede tener un efecto temporalmente estimulante. Es cuando ésta se canaliza a través del crédito para financiar industrias y los precios al consumo logran mantener cierta estabilidad. Sin embargo, tal efecto no sólo termina tan pronto cesa la inflación, sino que es embrionario del conocido ciclo recurrente de expansiones y recesiones que asolan a las economías que tratan de sustituir la formación de capital a través del ahorro real con procesos inflacionarios de dinero abundante y barato. Más aún, cuando la inflación es esperada, los agentes económicos ajustan sus previsiones. Así, se generalizan procedimientos como la indexación de salarios y contratos o una creciente prima de riesgo incorporada al tipo de interés. Todo ello, al incrementar los costes empresariales, diluye cualquier efecto estimulante del crecimiento que la inflación pudiera haber pretendido.
Los efectos son incalculablemente más perniciosos si para combatirla se adoptan controles de precios y cambios. Si no se permite a los precios transmitir información sobre la escasez relativa existente en cada rama de la economía, se desajusta la producción y se hace imposible calcular. No sólo tales controles son ineficaces, sino que tienden a agravar la situación debido a los desabastecimientos que provocan y a la cantidad de horas que se pierden haciendo cola para obtener las raciones que se establecen. Los controles, por un lado, corrompen a funcionarios que trafican con cartillas de racionamiento, asignación de cuotas, permisos de importación, divisas, etc., y, por otro, ponen en funcionamiento un mercado negro que necesariamente tiene que cargar los mayores precios y las menores calidades asociadas a los costes de la ilegalidad. Los controles de precios y cambios, en resumen, restringen gravemente las libertades, además de servir de coartada para demorar el cese del envilecimiento monetario, pues los gobernantes pretenden hacer creer a la población que se está haciendo algo. Aparecen los grandilocuentes discursos contra los especuladores, los acaparadores, el mercado…
Se atribuye a Lenin haber comentado que «el mejor modo de destruir el sistema capitalista era envilecer la moneda. Mediante un proceso continuo de inflación, los gobiernos son capaces de confiscar, en secreto y sin que la gente se dé cuenta, una parte importante de la riqueza de los ciudadanos. Mediante este método no sólo confiscan, sino que confiscan arbitrariamente, en un proceso que empobrece a muchos y enriquece a algunos; afectando así no sólo a la seguridad, sino a la confianza en la justa distribución de la riqueza». Conseguir, de paso, echar la culpa al mercado y proponer como salvación la nacionalización de todos los precios, los cambios y la economía en general es algo que sólo una población tan envilecida como la moneda puede llegar a ser capaz de admitir.
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