No puedo sino dar la razón al que, airado, asegura que España es un país de chorizos. Y no me refiero al rico manjar que nos proporciona nuestra maravillosa cabaña porcina. Hemos llegado a un punto en que cuando aparece un nuevo (o viejo, pero olvidado) caso de corrupción, no es que no nos sorprendamos, es que o no nos damos por aludidos o, en el mejor de los casos, lo comparamos con el que tenemos en mente para saber si merece nuestra atención. Si cojeamos de alguna simpatía ideológica o política es bastante probable que busquemos la fuente de la información o la militancia política del presunto para luego cargar tintas contra él, ella o ello, buscar indulgencia o incluso, en el caso más extremo, justificaciones.
Uno de esos casos que no ha trascendido demasiado a los medios nacionales, quizá más preocupados en la caza mayor de los Gürtel o los ERE andaluces, es el fraude en las subvenciones a la minería. No es que estemos hablando de caza menor, ya que de momento ronda la bonita cifra de 600 millones de euros, pero es que algunos sectores gozan de simpatías sociales y de las de ciertos medios que suelen ser más indulgentes con los implicados en estos delitos: los mineros y las compañías mineras, quizá, sólo quizá, por lo duro y poco saludable que es el trabajo y porque tradicionalmente tienen mucho peso político en las cada vez menos abundantes regiones mineras.
El juez Ignacio Candal, que es titular del Juzgado de Instrucción número 5 de Ponferrada (León) ha imputado a doce empresarios de siete compañías mineras como presuntos autores de un fraude cuyo montante podría seguir aumentando. Para que nos hagamos una idea, sólo en 2011, una de esas empresas, la Unión Minera del Norte S. A. (Uminsa), habría recibido 53 millones de más en modo de subvenciones. La empresa habría extraído 800.000 toneladas de carbón, pero habría recibido fondos públicos por 1,2 millones de toneladas. El periodo que se investiga parte desde 2007 y llega hasta 2012 y como ya he comentado, son siete las compañías investigadas. La cifra final podría superar los 1.000 millones de euros.
Y este no es ni mucho menos un caso aislado, ha llamado también la atención el caso del carbón volatilizado, más de medio millón de toneladas que la Sepi exige al empresario Victorino Alonso y que han desaparecido del emplazamiento declarado por éste. El empresario niega haberlo vendido dos veces y se explica diciendo que se ha «volatilizado» por la lluvia. Hunosa ha litigado en la vía penal y civil, pero de momento los tribunales no terminan de aclarar el caso.
El sistema de subvenciones es una política pública que tiende a enquistar problemas que el libre mercado resolvería en un periodo relativamente corto con la menor repercusión posible, aportando soluciones o al menos vías de acción para todos los implicados. Amparándose en el argumento moral de que hay que proteger al desamparado, al sufriente o al descamisado, el Estado capta fondos de los sectores productivos, de los ciudadanos y mantiene en estado comatoso economías, sectores, empresas y trabajadores que podrían y deberían haberse adaptado a las nuevas necesidades y prioridades de la gente, pero que se empeñan en conservar un particular y costosísimo estatus fantasma.
El sector de la minería, donde la carbonífera tiene tradicionalmente un gran peso, es uno de los más subvencionados de la incierta economía española. Desde 1990 y hasta 2012 ha recibido 23.676 millones en ayudas públicas repartidas entre cuatro planes estatales, que no parecen haber sido bastantes porque sigue lleno de problemas que la voluntad política no resuelve, porque ni puede ni quiere.
La calidad del carbón no es la más adecuada para las necesidades energéticas y técnicas de nuestras centrales (tal es el caso de la térmica turolense de Andorra, de Endesa, que se ha negado a quemar el carbón de Mequinenza al demostrar que dañaría sus calderas), pese a ello, las eléctricas españolas están obligadas a quemar una cuota de este material reduciendo de esta manera la eficiencia de los procesos y haciendo más cara la energía. Regularmente, las cuencas mineras presentan conflictos laborales con violentas manifestaciones apoyadas por sindicatos que más que defender a sus afiliados, luchan por su propia supervivencia cueste lo que cueste y afecte a quien afecte. Y como se ha visto, las empresas que nacen y se hacen en torno a este despilfarro acumulan unos niveles de fraude de los más altos de España, que ya de por sí son bastante altos.
¿Dónde está la labor de vigilancia de las propias administraciones sobre sus propias políticas? ¿No se supone que el Estado es el garante de que los «derechos» de los ciudadanos se van a respetar, que su dinero se va a invertir en cosas que ellos no son capaces de «ver», pero que unos políticos elegidos o puestos a dedo sí lo son?¿No se supone que las instituciones públicas son las que van a corregir los «errores del mercado»? Además de luchar por su propia supervivencia y crecimiento, ¿puede el Estado hacer algo de lo que dice que hace? Un ejemplo entre muchos, la reconversión en Andorra, Teruel, lejos de suponer un sustituto al carbón y una reactivación de la región sólo ha supuesto un pozo sin fondo de recursos que, recordemos, se han detraído de la riqueza de los ciudadanos para beneficiar a unos pocos y despilfarrar el resto.
La reconversión del sector minero, como otras reconversiones de sectores tradicionalmente «estratégicos» en la economía española, son una especie de dejà vu que demuestran que las planificaciones económicas no conducen a nada bueno, que terminan saliendo muy caras, no solucionan los problemas en su base, potencian el rol de víctima de algunos colectivos, derivando todo ello en un mayor estado clientelar, una política económica y social cada vez más populista y demagógica, atrayendo a personas con pocos escrúpulos que buscan su particular lucro, pero a costa de los demás, no de su esfuerzo y su trabajo. En definitiva, no permiten que la gente involucrada tenga la opción de buscar otras maneras de seguir viviendo.
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