La situación financiera de España a comienzos del año 2012 era de una extrema gravedad (prequiebra) por dos motivos: expansiva acumulación de deuda y negativa de "los mercados" a refinanciar nuestras posiciones pasivas. Es lo que tradicionalmente se ha conocido como "riesgo de insolvencia" y "riesgo de iliquidez", respectivamente.
Desde entonces, hemos mejorado parcialmente en ambos capítulos: el endeudamiento nacional ha dejado de crecer (no gracias al sector público, sino a unas familias y empresas que han sido capaces de amortizar más de 250.000 millones de euros desde comienzos de 2012, a pesar de ser desvalijadas fiscalmente) y el endeudamiento exterior ha comenzado a menguar (de nuevo, gracias a la progresiva readaptación y mejora de la competitividad de la economía privada, lo que ha permitido amasar un cierto superávit exterior); asimismo, desde que en julio de 2012 Mario Draghi anunció su predisposición a rescatar a los gobiernos de España e Italia –y desde que Shinzo Abe prometió inundar los mercados mundiales de crédito barato desde finales de 2012–, no hemos tenido problema alguno para colocar nuestra deuda.
La situación parece haberse estabilizado y son cada vez más quienes opinan que España ha entrado en un círculo virtuoso: con la financiación garantizada, nuestras familias y empresas disponen de tiempo para readaptarse y superar, por fin, los carajales acumulados durante la burbuja inmobiliaria. Si seguimos amortizando deuda y creando nuevas empresas competitivas, recuperaremos definitivamente nuestra solvencia y volveremos a crear riqueza (y empleo). Los indicadores adelantados o las recientes cifras del PIB y de la EPA parecen apuntar en esa dirección: la inversión en bienes de equipo está repuntando con fuerza (requisito para reajustar nuestra economía) y en el último trimestre del año el sector privado ya comenzó a crear empleo neto por primera vez desde 2008. Si siguiéramos así, acaso pudiéramos terminar tras varios años superando la crisis revirtiendo las causas que nos metieron en ella, si bien a un ritmo exasperantemente más lento que si desde un comienzo se hubiesen liberalizado los mercados y se hubiese equilibrado financieramente al sector público.
Pero no está ni mucho menos claro que podamos seguir así. La ausencia de problemas de refinanciación por parte de España no se debe a que hayamos reducido nuestra demanda de capital a los mercados, sino a que éstos se han vuelto extremadamente pródigos merced a la ya mentada red de seguridad de Draghi y al expansionismo monetario japonés: al contrario, el Tesoro español emitirá en 2014 más deuda bruta que en ningún otro ejercicio de nuestra historia, casi 245.000 millones de euros. ¿Qué sucedería en este contexto si los mercados volvieran a cerrarse? Que nos hallaríamos en una situación bastante más complicada que la de 2012, pues nuestra necesidad de refinanciación sería incluso mayor: el reajuste se pararía en seco y volveríamos a comenzar con rondas de liquidaciones. Es decir, del mismo modo que 2012 detuvo en seco el proceso de muy parcial saneamiento que ya estaba en marcha en la primera mitad de 2011, un eventual cierre futuro de nuestra financiación podría dar al traste con el actual proceso de saneamiento.
En medio de la calma actual, puede parecer extemporáneo plantear la posibilidad de una nueva crisis global de liquidez, pero por desgracia se trata de un riesgo más que factible en una economía mundial que también adolece de graves –y no resueltos– desequilibrios. El más inmediato, uno que lleva llamando a la puerta desde hace meses: la corrección de unos emergentes que han estado sobreendeudándose al socaire del crédito barato internacional durante los últimos años. A lo largo del jueves y del viernes se produjo un nuevo recordatorio de que la amenaza sigue muy presente: las bolsas mundiales cayeron apreciablemente (entre un 3 y un 4%) y las primas de riesgo de España, Italia, Portugal y Grecia repuntaron casi un 10% ante las crecientes dudas que despiertan los emergentes (especialmente, en estos momentos, Argentina y Turquía). Aviso a navegantes de que la marea podría terminar bajando de nuevo y de que los muy alejados de la costa no alcanzarán tierra firme.
Nuestro problema es, justamente, que el Gobierno ha renunciado a acercarnos a la costa, a saber, ha renunciado ajustar el gasto público y a liberalizar la economía con la esperanza de que la fuerza del viento nos conduciría pasivamente a la salvación. No nos ha vuelto resistentes frente a nuevas turbulencias mundiales sino que, como a comienzos de 2011, se ha limitado a colocar una vela para que nuestros desequilibrios se corrijan por sí solos a pesar de su inclemente sangrado tributario y de sus anquilosantes regulaciones. Nuestro gigantesco déficit público nos condena, precisamente, a estar expuestos en todo momento a las dudas, miedos, incertidumbres y pánicos de los mercados. Es el precio que pagar en esta crisis por un Hiperestado que tanto PSOE como PP se han opuesto radicalmente a adelgazar. Es decir, es el precio de una política económica orientada a preservar la burbuja estatal en lugar de a pincharla.
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