Si tuviera que elegir una útil enseñanza de entre la obra de Rafael Termes para despejar la incertidumbre de mañana mismo, optaría sin duda por su honda interpretación de la ética profesional y empresarial. Dejo atrás, ya sé, su teoría del riesgo creador, el curso sobre inversión y riesgo de capital o sus fecundos ensayos acerca de las raíces filosóficas del liberalismo, pero este comentario debe ser breve y prefiero hoy distinguir la ética que me vale – nos vale- para la inmediatez de cada día.
Termes señaló en “Antropología del capitalismo” tres tipos de éticas en las organizaciones: una ética de las consecuencias (“No hagas esto por el que dirán”), una ética de las advertencias (“No hagas aquello porque lo prohíbe el código”) y una preferible ética de las calidades o competencias que con afán superador demuestra la estrechez de miras de las dos anteriores. Termes no apreció demasiado la exigencia de leyes de buen gobierno corporativo y el siguiente párrafo refleja la quintaesencia de su pensamiento al respecto:
Este enfoque…tiene el inconveniente de dejar en el hombre la sensación de que a fuerza de abstenerse de todo lo que no se puede hacer, está sacrificando su excelencia profesional en aras de una mínima honradez humana. La verdadera solución para salir de esta reductiva interpretación de la ética, consiste en entender que no hay contradicción alguna entre calidad profesional y calidad humana. Es más, que no puede haber calidad humana sin calidad profesional. Es decir, la excelencia profesional exige como condición necesaria, aunque no suficiente, el desarrollo de todas las virtudes humanas, vividas, precisamente, en el ejercicio de la propia profesión. Es un error pensar que las exigencias éticas son algo ajeno a la profesión, es decir, que afecta a las personas en cuanto personas con independencia de cuál sea su profesión La verdad es que las virtudes- que, efectivamente, todo hombre debe vivir- se concretan y especifican en la profesión.
Me ha entristecido su repentino fallecimiento porque no hace mucho, en un acto público, le vi resuelto y con genio; la única ocasión que tuve de cruzar dos palabras con él. Siempre parece que los sabios viejos del lugar nunca se desvanecen, que han de permanecer junto a nosotros en cada ocasión que nos apetezca, pero en realidad nunca aprenderemos a despedirnos bien de ellos.
A mí me da igual a qué institución religiosa pertenecía Rafael Termes, porque lo que queda finalmente de este emprendedor – su legado iusnaturalista – creo que seguirá resultando estimulante. Desconozco si sus escritos vinculando al Vaticano con los fulgores de la economía de mercado fueron siempre acertados o no, y supongo que en una dilatada trayectoria como la suya aparecieron, por qué no, momentos para la controversia. Pero de lo que no cabe duda es de su honestidad intelectual, manifestada incluso en su ultimísimo artículo en torno a la unión entre personas del mismo sexo. En Termes nunca parecieron darse las condiciones de prudente adaptación a los tiempos, que su admirado Josef Pieper definió así: prudente es el que sabe cuidarse de no pasar por el apurado trance de tener que ser valiente.
Considero que los liberales de variada condición acabamos de perder un maestro, y que cada uno lo entienda en su oportuna y personal medida. Observo que el solar hispano no anda sobrado de maestros del liberalismo. Debemos cuidarlos. Y que cuiden a sus seguidores, claro. O sea, que no nos defrauden. Rafael Termes nunca lo hizo.
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