Los adultos españoles somos muy poca cosa. Nuestros cuidadores han decidido que no somos capaces ni tan siquiera de mantener una conversación civilizada para decidir si se fuma o no en una habitación. Han decidido que aquello de “¿le molesta que fume?” nos viene grande; que no llegamos a tanto. Son unos buenazos –¿qué haríamos sin ellos?– y graciosamente han decidido solucionar el tema a la tremenda: aquí no se fuma porque lo digo yo. El truco ya estaba inventado, lo inventaron precisamente los incívicos que hace años (¿siglos, milenios?) no eran capaces de mantener simples conversaciones civilizadas como la que acabo de comentar. Pero ninguno de esos incívicos llegó a esto de “aquí no se fuma en todo el país porque lo digo yo”. Es más, si alguno hubiese llegado a tal extremo, dudo que hubiese tenido el mal gusto de rematarlo con el broche hipócrita que tanto caracteriza a los planificadores sociales: “es bueno para ti”.
Que traten a los fumadores de imbéciles inhumanamente desprovistos del poder de voluntad necesario para dejar el hábito ya es grave. Que nos traten a los “fumadores pasivos” de víctimas incapaces de mantener conversaciones civilizadas para zanjar el asunto como adultos es incluso peor. Después irán los mismos legisladores y sus compinches, gastándose el dinero de los contribuyentes en campañas para promover el civismo por ahí. Pero, ¿qué civismo? Si se empeñan en prohibirnos solucionar los típicos y mundanos problemillas de convivencia como el del humo (o el del idioma), ¿cómo pueden pretender que la gente siga cuidándose de mantener en forma sus hábitos cívicos? Los actos de los legisladores hablan más claro que sus bochornosos cantos de sirena: no te esfuerces en hablarlo con nadie, hablando no se entiende la gente; tranquilo, ya viene el legislador con la solución mágica: prohibición indiscriminada.
Los mandones profesionales nos gobiernan según el principio de que aquellos de nosotros que fuman son incapaces de dejarlo por las buenas. Que, además, esos fumadores son un peligro para sí mismos, o sea, unos irresponsables, y un peligro para los demás, o sea, unos indeseables. Y que los demás estamos indefensos ante el tabaquismo sin la más mínima capacidad negociadora.
Los economistas liberales suelen recordar que cuando un gobierne establece un programa redistributivo quitando a Pedro lo que da a Juan, no es esa la única ni aún la más importante transferencia. La transferencia crucial es que la capacidad de decisión pasa de los ciudadanos a sus gobernantes. Y, desde luego, los muy listos no la redistribuyen. Quien parte y reparte…
Sucede lo mismo con las prohibiciones bienpensantes, como la desastrosa prohibición del alcohol de los años veinte en Norteamérica o la patética lucha contra las drogas de hoy en día. Lo más importante en la vida de una persona es su capacidad para dirigirse a sí mismo. Hay que aprender a elegir un rumbo, a orientarse, a sobreponerse y seguir adelante hasta la meta. La fuente de la felicidad, que no se encuentra en el placer ni en la ausencia de peligros, sino en la plenitud, en el triunfo, resulta inalcanzable cuando las victorias nos vienen dadas. Pretender poner a un tercero al timón de la vida de un adulto es una ofensa al concepto mismo de humanidad. Es posible que con ello se aletargue la existencia del conducido pero la rebelión a bordo es una simple cuestión de tiempo. La libertad más importante es la de errar, sin ella el crecimiento personal no cabe. ¿Es lo que andaban buscando?
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