Las expectativas electorales de los dos grandes partidos de España permanecen en alza. Empate técnico entre ambos, cantan las sibilas. Puede ganar, según dicen, cualquiera de las dos primeras marcas. Ahora mismo, ante la desaceleración, el Gobierno socialista ofrece a la opinión pública las presuntas buenas cifras de la macroeconomía e inicia una escalada de promesas, mientras que la oposición de derechas aún no se atreve a predecir el castañazo. En cualquier caso, si se analizan aspectos relativos al factor trabajo, en este país comienzan a enraizarse problemas. Las jubilaciones exprés, el enigma laboral de los inmigrantes y la inadecuación de gente preparada, ante la previsible escasez que viene, son algunos de ellos.
A partir de los cincuenta años de edad comienza la estampida de profesionales que se jubilan. Ellos fueron en España la primera generación universitaria plena, coparon los mejores puestos en una sociedad en auge, allá por los 70, pasaron apuros, pero el lazo generacional que les unía a los dirigentes de turno logró salvarles definitivamente del naufragio. Los convenios blindados de la reconversión hicieron el resto. Son muchos, en plenitud física y mental, pero su esfuerzo y compromiso desaparecerán; cobrarán según casos varias pagas y tienen un cuarto de siglo por delante para paladear su ocio, bajo el patrocinio de los que se quedan. Nadie dice nada sobre esta nueva situación, apenas hay debate al respecto.
Los constructores y promotores inmobiliarios descuentan ya el efecto de la crisis, y en un aparte, confiesan su interés por la obra pública; prefieren antes pujar por una piscina municipal que arriesgar su dinero en suelo libre. La industria auxiliar de la construcción revela en voz baja la falta de pedidos. El elefante blanco del ladrillo pierde el equilibrio, bambolea. ¿Qué ocurrirá con la mano de obra intensiva, las decenas de miles de inmigrantes que hicieron posible el milagro? Así en la edificación, como en otros sectores productivos. Estas personas y sus familias –varios millones– son un misterio dentro de un arcano bajo las llaves de un secreto: ¿se colocarán para siempre la camiseta de la libertad de Occidente, al estilo del Mayflower y sus pioneros, o por el contrario, se apuntarán, ante la adversidad, a cierto tipo de totalitarismo? Pocos proponen algo. Los think-tank liberal-conservadores, si es que existe algo así en España, andan papando moscas; no saben, no contestan. Ni están ni se les espera.
Ha tenido que venir Espido Freire, la escritora que relataba melocotones helados, para contarnos en forma ecuánime qué les ocurre a los compatriotas que llevan menos de 1.000 euros al mes a casa: su pusilanimidad, su desunión, la tenaza del resto de generaciones, su desenganche del mercado. Un millón de asalariados en ese plan. Nadie les moviliza, nadie les anima, no se les convence. Se mira para otro lado. Si además un prestigioso informe (Dinámicas de aprendizaje organizativo en empresas de alta tecnología. Un estudio comparado entre España y Estados Unidos. Fundación Rafael del Pino y Marcial Pons, Madrid, 2007) señala que la innovación en las empresas punteras españolas se debate casi en exclusiva en el compadreo de la hora del café, lejos de cualquier sistematización o rigor al uso, el panorama futuro hacia la competitividad, la I+D+i o el legítimo afán de superación, es para echarse a reír, por no llorar.
No obstante, en Europa ocurren cosas. En Francia, Nicolas pisa fuerte el acelerador del cambio social. El hiperactivo presidente mandará a freír gárgaras el régimen de las 35 horas, penalizará fiscalmente a los prejubilados y premiará a los que sigan en el despacho más allá de los 65 años. Se va a castigar al parado profesional; no consentirá que 500.000 funcionarios lleven sobre su espalda a 1,1 millones de retirados de la administración pública. De lo contrario, Francia se hunde. La jugada es buena, se trata de una negociación en plazo: si los sindicatos abandonan, se deslegitiman; si permanecen, aceptan el marco establecido por el presidente. Es posible que resbale, que el fruto de su ambición sea menor de lo previsto, pero al menos Sarko se moja, prepara y ejecuta decisiones. Un tipo que sobrevivió a una conspiración urdida por sus propios compañeros de partido, vilipendiado por la izquierda y con todas las fuerzas en contra, merece un respeto.
Quizá la estrategia del jefe de Estado francés recuerda al torcedor real de Baltasar Gracián. El torcedor es una palanca que derriba voluntades en contra, un artificio para una solución que cuenta al inicio con el rechazo de contrarios. Fue lo que inspiró a Torcuato en la Transición española. En Sarkozy, el torcedor real claramente es Dominique Strauss-Khan y el resto aceptable del trust de cerebros socialdemócratas. Para el caso que nos ocupa, el torcedor real habrá de ser un paradigma igualitario, que acerque a indiferentes o contrarios al enfoque liberal, para con posterioridad, aceptar unos y otros propuestas de una agenda no intervencionista: desregulación, rechazo universal a privilegios laborales y elogio al mérito. Por contra, en la situación que vivimos, con un desempate poco claro, lo que nos rodea es pólvora mojada, fuegos fatuos para la academia, carreras de sacos en la universidad, poca vida.
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