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Liberalismo y democracia

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Resulta curioso que el debate teórico acerca de la democracia desarrollado a las puertas del siglo XX y comenzado ya el siglo XXI, con los enormes avances en materia de conocimiento y tecnología que disfrutamos, se siga sustentando sobre la base de conceptos y argumentaciones que se remiten al modelo de democracia directa, que se concibió en las postrimerías del siglo V a.C., constituyendo Atenas su ejemplo práctico más paradigmático.

Al mismo tiempo, desde la óptica contraria, inserta en la perspectiva crítica liberal, se vuelve a cuestionar mediante la restauración de conceptos liberales clásicos la vigencia y validez de un modelo, el representativo, que se creía ya permanente e inamovible, pero que, sin embargo, ha evolucionado de modo paradójico justo en contra de lo que sus fundadores pretendían con su instauración. Esto es, el control y la restricción del poder político con el fin de defender y garantizar la libertad y ámbito privado de los individuos.

Nuevamente resurge el dilema que siempre ha estado presente en la historia de la humanidad: el problema del poder, en cuanto a su titularidad, su ejercicio y su particular naturaleza. En las últimas décadas del siglo XX se viene produciendo un debate teórico tendente a cuestionar la vigencia de tal modelo (democracia representativa) por verse éste supuestamente afectado por una situación de crisis, si bien es cierto que la interpretación de la misma difiere en función del análisis de dos problemáticas divergentes: en tanto crisis de representación o legitimidad (visión neomarxista), o bien crisis de gobernabilidad (perspectiva neoliberal).

Estas dos corrientes analíticas opuestas y enfrentadas no sólo difieren en el problema, sino fundamentalmente en la solución que proponen. Mientras que la primera opta por reclamar una mayor participación ciudadana en el ámbito de la esfera pública con el fin de reforzar la construcción de una "auténtica democracia", la segunda propone un modelo que limite el poder político y maximice la libertad individual, consistente en la formación de una Estado mínimo.

Este regreso o restauración teórica de conceptos y modelos interpretativos clásicos cuyos principales referentes se sitúan en épocas y períodos pertenecientes al pasado, la Antigua Grecia y la Época Moderna, respectivamente, derrumba la teoría del "fin de la historia". Lo cual no debe extrañarnos si tenemos en cuenta que, si bien es cierto que las circunstancias y condiciones de las sociedades actuales son radicalmente distintas, el problema central de la Política sigue careciendo en la práctica de una solución final y definitiva. Esto es, la configuración del mejor régimen posible y, por consiguiente, la articulación y ordenación óptima del poder político.

La pregunta central que viene a colación sería, pues, la siguiente: ¿por qué ha de ser considerada la democracia como el mejor régimen político posible? La respuestaa tales cuestiones deriva de nuestra particular concepción acerca de lo que consideremos el principal valor a tener en cuenta en toda sociedad: la igualdad(democracia) o la libertad (liberalismo). Así pues, en función de la primacía de uno u otro, obtendremos sistemas políticos plenamente opuestos:

  1. Si el único valor a tener en cuenta es la igualdad, en tanto participación en el poder político, la consecuencia que se deriva de ello será la instauración de la democracia, una tradición teórica cuyo énfasis recae en el quién: ¿quién debe gobernar?
  2. Por el contrario, si lo fundamental es la defensa de la libertad del individuo, no cabe duda que el modelo a seguir será el concebido por los fundadores del liberalismo político primigenio, en tanto conformación de un Estado netamente liberal, una tradición que se centra en el cómo: ¿cómo se debe gobernar?

Lo paradójico de tal temática es que hoy en día la democracia es concebida en todo su esplendor como forma de gobierno deseable e, incluso, como el único sistema legítimo a tener en cuenta en el ámbito político mundial. Al hilo de tal exposición, cabe decir que, históricamente, tan sólo han existido dos modos de concebir la libertad, valor básico del individuo: la libertad moderna, concebida como independencia del individuo con respecto al poder en un determinado círculo de actividades; y la libertad antigua, consistente en el hecho de participar activamente en el Gobierno, siendo así el individuo libre por el simple hecho de que participa en la elección de su dueño y orientador de sus designios vitales.

Siguiendo las definiciones expuestas, llegamos a una conclusión ciertamente significativa y sorprendente: la libertad contemporánea ha sufrido un retroceso tal que, por paradójico que nos pueda resultar, se asemeja mucho más a la concepción antigua que a la moderna. Es decir, la libertad actual centra su objeto y punto de atención mucho más en la participación que en la defensa de las libertades individuales y restricción del poder público. En este sentido, se ha cumplido ciertamente la predicción señalada por Constant en su crítica al pensamiento de Rousseau, en tanto que la implantación del sistema democrático supondría "la total sumisión del ciudadano para que la nación triunfe y que el individuo se convierta en esclavo para que el pueblo sea libre".

Así pues, hemos vuelto al sistema de libertad de los antiguos, sólo que ahora su práctica, inherentemente problemática y claramente inferior a la concepción moderna, se ha visto infinitamente agravada por las extraordinarias dimensiones del Estado y formación política actuales.

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