Hay un fenómeno que es nuevo, y que supone un cambio de gran calado en el ser y en la concepción de la persona. Y que, además, no parece que vaya a tener vuelta atrás. Es un cambio que separa dos épocas, una antes y otra después del mismo. Lo he llamado ultramodernidad porque tiene todos los elementos de la modernidad. Es como si la modernidad hubiera sido lanzada desde el individuo al mundo exterior, y ésta hubiese vuelto, como un boomerang. Y porque sus efectos van más allá del período histórico de la modernidad. Bien podría desaparecer ésta, que este fenómeno continuará.
Se trata del hecho de que nuestras acciones dejan una huella indeleble, lejana y recuperable. Es evidente que ese fenómeno ha ocurrido siempre. Seguimos venerando las piedras de Stonhedge, leyendo El Quijote o escuchando a Bach. En un sentido más actual, el telégrafo en 1835, el teléfono en 1876 y a finales del XIX la radio habían permitido que las personas se comunicaran a distancia. La televisión ha logrado transmitir imágenes (1927). Pero no forman parte estrictamente ese fenómeno del que hablo. Más recientemente, internet ha permitido multiplicar las huellas de nuestro comportamiento, huellas que son transmisibles y registrables por medio, por ejemplo, del correo electrónico y de las redes sociales. Hay más, porque el teléfono ahora nos acompaña físicamente, y con él llevamos una enorme cantidad de información personal. Con un elemento añadido, y es que el dispositivo indica cuál es nuestra situación geográfica.
El hecho de que podamos mantener contacto con personas con las que no hemos tenido contacto físico ni, en algunos casos, podamos tenerlo, amplía nuestra capacidad de relacionarnos con otras personas. Pero también se da la contrapartida a ello, que es que otras personas pueden acceder a nuestra información, a nuestras huellas. Esos datos los creamos y registramos nosotros en plataformas que nos ofrecen empresas privadas. Es un acto libre, que hacemos por propia conveniencia. Esas empresas atesoran y analizan esa información, que vuelve a nosotros generalmente en forma de ofertas comerciales. Esas ofertas se adaptan a nosotros, a nuestra edad y sexo, intereses y costumbres, más que la publicidad masiva de los medios de comunicación. Es un proceso en el que nosotros compartimos nuestra información con empresas que, a cambio, nos ofrecen productos que son cercanos a lo que deseamos. Es todo una relación aceptada por ambas partes, voluntaria, y legítima. No hay ningún ataque a nuestra intimidad que no hayamos aceptado antes. Es más, estrictamente hablando no existe derecho a la intimidad, aunque esa es otra cuestión.
Otra cuestión es cuando entra el Estado en esta compleja relación entre empresas y clientes. No ocurre nada que no hubiésemos podido imaginar con pararnos a pensar cinco minutos sobre el asunto, pero por suerte ya ni nos hace falta. Gracias a las revelaciones de Edward Snowden a los medios de comunicación, sabemos que el gobierno de los Estados Unidos ha llegado a un acuerdo con varias de las principales empresas de internet para abrirle sus servidores, de modo que puede espiar de forma masiva a los ciudadanos, con un nivel de detalle que es el mismo que éstos voluntariamente han cedido a las empresas.
Era un acuerdo secreto, vergonzoso, porque suponía una cesión ilegítima de los datos facilitados por los clientes. Los mecanismos que tiene el Estado para arrastrar a las empresas a esta cesión son conocidos, y no me detendré en ellos, aunque hay compañías, como Twitter y LinkedIn, que no han entrado en ese enjuague. En la medida en la que el Estado haya recurrido a la coacción (y los impuestos son coacción), estamos hablando de un robo masivo por parte del Estado. Lo que han cometido las empresas es fraude.
Este es sólo un episodio histórico. Pero nos encaminamos cada vez más a este hombre ultramoderno, que deja huellas de su comportamiento, con coordenadas de tiempo y lugar. Y el Estado, implacable, no renuncia a conocer en todo momento lo que hacemos. Es sólo un medio para imponer su poder. No tiene buen arreglo. Hay un punto, una vez se desvela el robo masivo de nuestros datos por el Estado, en el que tenemos que elegir entre seguir facilitándolos, o dar el salto a otras plataformas alternativas, aunque no masivas. En la medida en que esas alternativas tengan éxito, la mano del Estado volverá a aparecer para coger lo que no es suyo. No podemos recoger los frutos de la ultramodernidad sin encontrarnos al gusano del Estado dentro. A no ser que se combinen la tecnología y la fibra moral de la sociedad para crear un espacio propio, exclusivo, que le cierre la puerta al gran ladrón.
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