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¿Limitar la libertad de expresión?

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En su excelente libro La Historia de los Judíos, Paul Johnson hace una breve reflexión sobre la libertad de expresión y la historia judía, que confirma una relación entre las expresiones antisemitas y la violencia que se genera después contra la comunidad judía.

A veces se sostiene que la sátira, incluso la más cruel, es un signo de salud en una sociedad libre, y que no deben imponérsele restricciones. La historia judía no confirma este criterio. Los judíos han sido blanco de estos ataques con más frecuencia que otro grupo cualquiera y saben por larga y amarga experiencia que la violencia impresa es sólo el preludio de la violencia sangrienta.

Esta violencia se ha expresado bien a través de algaradas callejeras más o menos dirigidas y actos de violencia contra ciudadanos judíos, bien a través de pogromos o, en el peor de los casos, a través del genocidio planificado y dirigido, en especial el perpetrado por Estado nazi, con la colaboración activa o pasiva de la población alemana. Todos estos hechos son ciertos y esta relación es una constante al estudiar la historia de este pueblo. En este contexto surge una pregunta: ¿debemos limitar la libertad de expresión ante ésta o situaciones similares?

Antes de responderla debemos fijarnos en el contexto en el que se produjeron y evolucionan estos comportamientos contra la comunidad judía. En primer lugar, en estas sociedades existió, existe, un antisemitismo enquistado que se expresó de formas muy distintas, desde el simple rechazo, pasando por la segregación, a la acusación de crímenes horribles, creándose leyendas algunas de las cuales aún hoy tienen vigencia o imaginando crímenes colectivos perpetrados contra los gentiles, todo lo cual favoreció los actos violentos.

En un segundo plano, la política les fue contraría y evolucionó contra ellos. Es cierto que en toda Europa, desde la edad antigua, casi todos los países y sociedades promulgaron leyes que perjudicaban a las comunidades judías. Primero se les expulsó, luego se les recluyó en guetos, se les impidió realizar determinadas actividades o acceder a determinados cargos públicos y privados. En algunas sociedades, estas leyes fueron derogándose y poco a poco fueron aceptándose como un ciudadano más. Pero los episodios antisemitas en la Europa continental decimonónica invirtieron una situación que en el Imperio Británico o en Estados Unidos, pese a ciertos rebrotes sociales e incluso legales, tendían a desaparecer.

Sobre estas dos premisas, la social y la política, se constituyeron una serie de medidas específicamente antisemitas que evolucionaron incrementando la violencia e institucionalizándola. El régimen zarista promovió el pogromo y tras la revolución que terminaron liderando los bolcheviques, los judíos siguieron sufriendo los mismos males. Situaciones similares se vivieron en los imperios centroeuropeos y tras la Primera Guerra Mundial, las condiciones de violencia se extendieron por toda Europa hasta que Hitler consiguió instrumentalizar todo con un único fin, la eliminación física de los judíos. En este sentido la aparente libertad de expresión de la República de Weimar ayudó a que el veneno lanzado contra los judíos alcanzara a toda la sociedad, hasta el punto de que, ya bajo el Gobierno del Reich, el pueblo judío era considerado una plaga que había que eliminar.

La libertad de expresión en este contexto no falló, simplemente se convirtió en una parodia de lo que debía ser. Las consignas antisemitas se proferían en un país, la Alemania de entreguerras, donde el Estado de Derecho era inexistente. Los actos violentos contra los judíos no eran perseguidos, los que llegaban a los tribunales eran ignorados, las leyes se hicieron cada vez más restrictivas contra la comunidad judía y en un momento dado se decidió que además de víctimas de la violencia, eran culpables de ella. Los que defendían o no estaban de acuerdo con estos actos violentos eran a su vez, víctimas de otros hasta que callaban o se iban. De la ciudadanía se pasó al gueto, de éste, a la persecución, luego a la esclavitud, de la esclavitud, al genocidio. La sociedad alemana era consciente de estos hechos y por lo general, los toleraban. La violencia popular fue dejando pasar a una violencia legal y, si bien nunca dejaron de existir ambas, la segunda se convirtió en una herramienta más eficiente.

La libertad de expresión forma parte de una sociedad libre porque surge de ella, no porque sea un derecho concedido por un conjunto de políticos. La «libertad de expresión» en la Alemania de Weimar, la Rusia zarista o incluso la Francia republicana no eran tal, sino un instrumento que las clases dirigentes o los grupos más violentos terminaron instrumentalizando hacia sus fines. En una sociedad libre, o en las que la libertad tiene un mayor peso, los actos violentos son perseguidos por la justicia por su condición, no porque sirvan mejor a ciertos intereses. Además, de la misma manera que los antisemitas pueden pronunciarse contra los judíos, los que luchan contra ellos no sólo pueden contradecirlos e intentar convencerlos, sino que pueden boicotearlos, ignorarlos o denunciarlos si consideran que han realizado algún acto punible. Las instituciones podrán vigilarlos si piensan que son potencialmente peligrosos.

La libertad de expresión es un principio moral en sí mismo. Renunciar a él porque pensamos que en ciertos casos extremos tiene peligrosas consecuencias, es renunciar a una sociedad libre. El pensamiento, por repugnante que nos parezca, no delinque, las acciones sí, y tenemos muchas herramientas para luchar contra lo que es dañino. La negación del Holocausto o las expresiones antisemitas son repugnantes por su naturaleza, pero no son delitos. Las acciones violentas contra los judíos o la conspiración para perpetrar delitos contra ellos sí lo son y, por tanto, son actos perseguibles. No debemos limitar la libertad de expresión sino promover el Estado de Derecho y la sociedad libre, las únicas herramientas eficaces contra cualquier odio racial o cultural.

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