Las crisis son los mejores momentos en la vida de un Estado porque es el momento idóneo para engordar un poco más y no preocuparse por la figura. Cuando algo falla, todos miran al cielo, como buscando la señal con la que en Gotham se llamaba a Batman para que salvara a la ciudad de los malvados delincuentes que la atemorizaban. Pero, en lugar de un superhéroe, lo que la gente quiere es al Estado, ese ser salvífico que ofrece una solución para todos los problemas que nos aquejan.
El último caso, lo veremos en los próximos días cuando la noticia de que los espectadores "abandonan los cines" consiga levantar de su sillón al ministro de Cultura para comunicarnos la importancia de subvencionar al cine o, mejor dicho, a los productores del séptimo arte y los pancarteros. Según explica Cinco Días, "sea por la piratería o por la calidad de las películas, lo cierto es que los espectadores españoles cada vez van menos al cine. Hasta el pasado 23 de septiembre, el número de asistentes a las salas españolas se redujo un 18,2%, y se situó en 74,33 millones, según los datos de los que dispone el Ministerio de Cultura."
¿Qué se puede hacer? Esa será la cuestión que muchos se planteen. La opción más tajante sería nacionalizar la industria del cine, poner al presidente del Gobierno de director, como en la película Tierra de sangre, y esperar a que dirigiera películas tan emotivas como Bambi. Para conseguir que la gente fuera al cine, bastaría con obligarles o condicionar las ayudas que perciben a la asistencia al cine. Al fin y al cabo, si de lo que se trata es de ser buenos ciudadanos, ¡qué mejor ciudadano que quien se interesa por la cultura!
La siguiente opción sería gravar con cánones el ADSL de 3 megas porque, al fin y al cabo, o la causa de la crisis es la calidad y esto no es cierto porque las películas españolas son sublimes sí o sí, o la culpa, como siempre, la tienen esos internautas siempre dispuestos a descargar ilegalmente películas (aunque casi nunca sean españolas). Y esta idea tiene sus partidarios porque el Estado intervendría en el mercado pero no cambiaría radicalmente el sector. Mediante la redistribución, inyectaría fondos a un sector tan poco favorecido como el del cine, a pesar de que actualmente se cobra un impuesto revolucionario a las cadenas de TV quienes deben dedicar un 5% de sus ingresos a invertir en películas españolas o europeas.
Y la tercera y última opción, sin perjuicio de lo que su imaginación les sugiera como una alternativa más brillante, sería no preocuparse por lo que la gente decida porque eso demuestra que las personas hacen con su dinero lo que les place y no procede a ningún Gobierno tratar de cambiar lo que cada cual hace con el fruto de su trabajo. Pero esta medida, ciertamente, supondría un revulsivo frente a lo políticamente correcto.
Todo es consumo, de tiempo, de recursos, de neuronas. El tiempo que destinamos a ir al cine podemos dedicarlo a leer, o el de leer a dar un paseo, o el de dar un paseo a estudiar y así sucesivamente. Si el Estado patrocina con nuestro dinero una actividad como el cine, lo que hace es premiar a unos señores que hacen con su tiempo lo que más desean, pero sin cambiar un ápice lo que el resto hacemos con nuestros escasos minutos libres. Por mucho que aumenten las subvenciones al cine, saqueen a las televisiones o graven con cánones los CDs, los escáneres o los MP3, las horas seguirán siendo nuestras… y las decisiones que tomemos también. Luego ¿para qué pedirle al Estado que acuda en socorro de una industria? Haga lo que haga, el poder no podrá cambiar los gustos del consumidor.
Una vez más, el Estado viene a ser una excusa para que unos vivan a costa de los demás y se inventen una excusa aparentemente plausible para convencernos al resto de sus buenas intenciones.
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