El filósofo Michael Sandel, de la Universidad de Harvard, ha estado este último mes en Madrid hablando de su más reciente libro, Lo que el dinero no puede comprar: Los límites morales del mercado. Diversos medios españoles, como El Mundo, El País o el ABC, se han hecho eco de su principal denuncia: "Hemos pasado de tener una economía de mercado a ser una sociedad de mercado". Hoy en día podemos pagar para que alguien haga cola por nosotros, empresas ponen el nombre a estadios deportivos y estaciones de metro, y se pagan incentivos por perder peso y por leer libros. A Sandel le preocupa que haya muy pocas cosas que el dinero no pueda comprar.
Está claro que hay cosas que el dinero nunca podrá comprar. Por ejemplo el Balón de Oro, un Oscar o un premio Nobel. El Balón de Oro no tendría sentido si no se entregara al mejor futbolista del año, sino al mejor postor. Hay muchas cosas que tampoco podemos adquirir con dinero, como una verdadera amistad, una conversación estimulante o una disculpa sincera. Lógicamente, tampoco se pueden comprar cosas imposibles o que no existen. Homer Simpson parodiaba este extremo en una de sus más célebres afirmaciones: "Tendrá todo el dinero del mundo, pero hay algo que nunca podrá comprar… Un dinosaurio". Obviamente, pese al título del libro, no es este tipo de cosas, las que realmente no se pueden comprar, las que preocupan al autor.
El terreno se va complicando cuando pasamos a preguntarnos qué no deberíamos poder comprar y vender. La respuesta no puede tomarse a la ligera, pues implica prohibir dichas acciones, es decir, utilizar la fuerza de forma legítima para impedir que alguien las realice. Los liberales solemos limitar nuestra respuesta a unas reglas muy básicas. Debe estar prohibida toda acción que inicie el uso de la fuerza contra otra persona o que violente sus derechos de propiedad, como matar, esclavizar, secuestrar, robar o cometer fraude. No es legítimo, por ejemplo, asesinar a cambio de dinero ni la compraventa de esclavos. Tampoco son estas cuestiones, en principio poco polémicas, a las que se refiere Sandel en su libro. El problema es que tan pronto como se aceptan se olvidan, y de forma continua se proponen excepciones a estas reglas para alcanzar fines particulares por la vía rápida.
Sandel centra su atención en un determinado tipo de transacciones que, pese a ser voluntarias, requerir el consentimiento mutuo de las partes y no existir agresión física contra nadie, no deberían de poder permitirse. ¿De qué tipo de transacciones de trata? Sencillamente, de aquellas transacciones que al propio Michael Sandel no le gustan. Para el autor es éste, en el fondo, el auténtico criterio para determinar qué no debería poderse comprar con dinero.
A lo largo del libro va enumerando casos de intercambios que no le gustan. Es muy probable que al lector también le desagraden muchos de ellos. Posiblemente no nos guste que pueda contratarse a alguien para que haga cola por nosotros, que se den incentivos monetarios para perder peso o fomentar la lectura, que se paguen millonadas por cazar rinocerontes negros en cotos privados en Sudáfrica o que inversores puedan adquirir los seguros de vida de personas que se han puesto enfermas y que necesitan dinero rápido. Otras transacciones nos chocan precisamente por el propio efecto de la intervención del Estado, como la posibilidad de comprar derechos de emisión de CO2 o de adquirir el permiso para tener hijos adicionales en países como China, en el que el gobierno limita el número de hijos que se pueden tener. También existen intercambios que, aunque sean voluntarios, simplemente nos provocan rechazo, como la posibilidad de comprar y vender transfusiones de sangre, riñones para trasplantes o vientres de alquiler.
Michael Sandel, al exponer ejemplos de transacciones que desde su punto de vista no deberían poder realizarse, repite constantemente dos argumentos principales. El primero es que muchos de estos intercambios no son realmente libres si una de las partes es más pobre o se encuentra necesitada. Es la típica confusión entre la libertad, en el sentido liberal de ausencia de agresión o coacción ejercida por alguien, con riqueza o poder. Y la distinción no es irrelevante. Cuando los intercambios son libres, en el sentido liberal, de entre todas las opciones disponibles los individuos tenderán a escoger aquella opción que consideren mejor o menos mala. Pero cuando se prohíben ciertos intercambios voluntarios por existir una situación de desigualdad de riqueza entre las partes, aunque se haga con la mejor de las intenciones, en ningún caso se está ayudando al más débil, sino limitando sus posibilidades. Flaco favor le hacemos al necesitado si de entre las distintas posibilidades que tiene, aunque ninguna nos guste, le impedimos realizar precisamente la que elige.
El segundo argumento es que el mercado puede provocar un "efecto expulsión" de ciertos valores morales o cívicos que van ligados a dichos bienes. Ciertos bienes deberían entregarse por amor, patriotismo o solidaridad. El dinero, dice Sandel, a veces corrompe el bien en cuestión, hace que pierda valor. Sin embargo, cuando se propone restringir intercambios libres argumentando que corrompen el valor de un bien debería saltarnos una alerta mental. ¿Pero el valor de los bienes no era subjetivo, no residía en la mente de los individuos? Puede ser cierto que para muchas personas haya ciertos bienes que pierden valor cuando el dinero entra en escena. Pero habrá otras personas que no opinen así. No hace falta que venga nadie a imponernos sus preferencias, pues si los intercambios son libres cada uno procurará preservar el valor de lo que entrega y de obtener lo que más valora.
Es verdad que, como dice Sandel, el mercado se va extendiendo sin que casi nos demos cuenta. Pero esto no es algo que debamos lamentar, sino que deberíamos celebrarlo. En la antigüedad cada familia consumía lo que producía, había muy pocos intercambios. La vida era material y socialmente mucho más pobre. Hoy en día, sin embargo, casi todo lo que producimos no es para nosotros mismos, sino para que lo consuman los demás. El mercado no deja de ser un proceso social de intercambio por el que millones de personas cooperan de forma voluntaria en el marco de la división internacional del trabajo. El dinero, institución tan denostada por intelectuales como Sandel, hace esto posible. Más que ataques y críticas, lo que el mercado y el dinero merecen es un homenaje.
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