El pasado 25 de septiembre tuvo lugar un curioso debate en el Comité de Medio Ambiente del Senado de los Estados Unidos de América al que fui invitado a participar con la presentación de un testimonio. La cuestión que trataban de dilucidar los senadores era la siguiente: ¿generan empleos las regulaciones medioambientales como el racionamiento de CO2 o las subvenciones a las energías renovables? La idea detrás de los promotores del debate era que, si bien es cierto que esas intervenciones no son directamente beneficiosas para la economía y el progreso socio-económico, si se demostrara que ayudan a crear empleo sus efectos positivos podrían compensar los conocidos efectos perjudiciales.
Lógicamente no iba a ser yo quien negara la existencia de múltiples efectos positivos para personas y grupos concretos. Cómo negar la proliferación de los mantenedores de placas solares fotovoltaicas a la luz de las subvenciones del 575% en el precio de esta energía. Tampoco se me ocurriría ser un «negacionista» en relación a los burócratas que se multiplican como champiñones al calor de la necesidad de asignar derechos de emisión una vez el CO2 ha sido racionado. Mucho menos se me pasaría por la cabeza poner en duda la creación de nuevos puestos de trabajo en esas consultoras que explican al «empresario» poco competitivo y al buscador de rentas forzosas cómo vivir a base de subvenciones. Jamás se me pasaría por la cabeza poner en cuestión el surgimiento de estos y otros empleos de nuevo cuño.
Sin embargo, a poco que estudiemos el asunto nos daremos cuenta de que esos nuevos puestos de trabajo surgen de distintas formas de subvención y que éstas, a su vez, sale del bolsillo de los contribuyentes. Así que si no se les hubiera quitado el dinero a los ciudadanos, estarían demandando otros bienes y otros modos de producción energética que les satisficieran más que los subvencionados. Ese dinero, invertido por su legítimo dueño, también hubiese creado o ayudado a mantener puestos de trabajo, pero en otras industrias o sectores de la economía. Dicho de otro modo, el puesto creado en la empresa de placas solares o en la consultora «verde» es la contrapartida del puesto que ha dejado de crearse en la central térmica, en la nuclear o en la siderurgia que ha dejado de ampliar su planta por la pérdida de competitividad que esas políticas le ocasionan.
Sin embargo, el asunto no queda en tablas. El puesto creado se dedica a producir un bien o servicio que el consumidor valoraba menos que el bien que pensaba demandar pues, de lo contrario, no hubiese hecho falta la intervención gubernamental. Así que la sociedad ha perdido la diferencia entre el valor que los demandantes otorgan a los bienes producidos y los que han dejado de serlo. Pero eso no es todo. Dado que los bienes favorecidos no son los que resultan del libre intercambio de derechos y propiedades en el mercado, se necesita toda una serie de recursos al servicio de un cuerpo de burócratas para que implanten las medidas intervencionistas y lleven a cabo la redistribución que generará esos deslumbrantes nuevos empleos eco-ilógicos.
Por desgracia, dentro y fuera de nuestras fronteras la gente identifica a primera vista esos empleos que surgen del agresionismo rojiverde y que requerirán un flujo continuo de ayuda gubernamental en el futuro. Sin embargo, pocos son los que advierten los puestos que han dejado de crearse porque el racionamiento de CO2 anima a siderurgias como Acerinox a ralentizar sus inversiones en España e impulsarlas en Kentucky. Todo el mundo, incluidos los senadores que promovieron el debate, señala los molinos, las placas solares y las personas dedicadas a su mantenimiento, pero nadie se detiene a examinar los puestos perdidos porque las eléctricas se hayan apuntado a esas inversiones de baja productividad en lugar de montar una central eléctrica de combustibles fósiles o energía nuclear. Y es que hay cosas que se ven con facilidad y otras que no se quieren ver.
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