No pude seguir en directo la entrevista que le hizo Ana Pastor a Mahmud Ahmadineyad (aunque he podido ver algunos pasajes en internet) pero, según me cuentan todos los que la vieron, la periodista española estuvo impecable: preguntó lo que tenía que preguntar, no se dejó avasallar por el tirano iraní y le molestó con cuestiones que pocas veces ha tenido que responder.
No me sorprendió, aunque eso no le quita mérito. En los últimos años, son habituales en los medios españoles las entrevistas a la carta, pero Pastor lleva tiempo demostrando que es posible para un periodista molestar a un político con cuestiones incómodas e, incluso, reprenderle si no responde a aquello que se le pregunta. Y lo hace desde una televisión pública, algo de lo que se enorgullece.
Un par de días después de volver de Irán, acudió a Buenafuente y esta vez sí pude ver en vivo las respuestas que daba cuando se le preguntaba por su trabajo: “[Quiero] ofrecer una televisión pública de calidad. La entrevista [a Ahmadineyad] es un símbolo de esta televisión pública en la que creo y de la que estoy orgullosa de formar parte. A mí nadie me dice cómo tengo que hacer las entrevistas”.
En un momento dado, Andreu incluso le reconoce que la visita a Teherán puede que sea la mejor campaña de marketing de RTVE: “Dices, hombre, ya que tenemos una tele pública, que trabaje gente buena, ya que la pagamos”. La respuesta de Ana no tiene desperdicio: “Sí, eso es verdad, nuestros jefes son los cuarenta y picos millones de españoles que espero que crean, y lo sé, en este modelo, que pienso que tiene que perdurar”. Es una pena que el cómico catalán no sea tan buen entrevistador como Pastor, porque de sus palabras se pueden sacar muchas cuestiones que no se deberían haber dejado en el aire.
Es fácil para un liberal criticar un servicio público de mala calidad, pero todo se vuelve más complicado cuando lo que te ponen enfrente es a un funcionario haciendo bien su trabajo. En realidad, esto parte de un equívoco habitual en la literatura anti-estado. Como no nos gusta el modelo, usamos los ejemplos negativos como si fueran la norma exclusiva. De esta manera, satirizamos al funcionario, criticamos la ineficiencia del burócrata o nos cebamos con el político en abstracto, como si todos los que trabajan para el poder político fueran malvados, inútiles o perezosos.
La realidad nos desmiente a poco que abramos los ojos. Tengo numerosos familiares y amigos que trabajan, de una u otra forma, para el Estado y la inmensa mayoría son amables, inteligentes e industriosos. De hecho, no sólo mis conocidos cumplen estas características: en la mayoría de las ocasiones que he tenido que acudir a solucionar un problema con la Administración, me he encontrado con funcionarios cordiales, deseosos de ayudarme y competentes profesionalmente. El problema no es de personas, es de modelo.
Ana dice que sus jefes son “los cuarenta y pico millones de españoles”, pero ella misma sabe que eso no es verdad. Sus jefes son los burócratas nombrados a dedo por el Gobierno para dirigir RTVE. Si ella quiere conservar su trabajo, deberá convencerles a ellos, y no a los telespectadores, de que lo merece.
Cuando afirma que sabe que los españoles creen en “esta de televisión pública”, alguien debería preguntarle: ¿y cómo lo sabes? ¿Les has preguntado a todos? ¿Les has pedido su dinero, uno a uno, para pagarla? RTVE cuesta unos 1.200 millones de euros al año Sale a unos 70 euros al año por hogar aproximadamente. No parece una cantidad desaforada. Puede que haya muchos españoles dispuestos a pagarla a cambio de ver las entrevistas de Pastor y las series sin anuncios. El problema es que Ana no parece darse cuenta de que sus palabras se contradicen. Porque sus jefes no son los ciudadanos, ni éstos son libres de pagarle su sueldo.
Puede que a una gran mayoría de nosotros nos guste Pastor como entrevistadora: incluso aunque sepamos que no comparte nuestras ideas políticas, nos agrada como realiza su trabajo. Seguramente, esa estima del público le garantizaría un puesto en otras muchas cadenas y allí lo haría igual de bien: la diferencia estaría en los incentivos que hay en uno y otro lugar.
En cualquier trabajo, el objetivo es mantener el puesto, ascender si es posible y ganar más dinero si se tercia. En la empresa privada, para lograrlo, uno tiene que convencer al cliente (o a tu jefe) de que su labor merece la pena, y de que el sueldo que recibe es merecedor de esa confianza. Eso no elimina a los inútiles, que pululan también por los pasillos de las grandes compañías, pero les hace más difícil avanzar. Una empresa sólo puede sobrevivir si es lo suficientemente eficiente en su organización interna como para obtener beneficios y esto sólo se logra ofreciendo al público bienes que éste desea a un buen precio. Cada departamento debe estar enfocado a este objetivo. Puede que en un momento determinado haya un jefe poco preparado o un trabajador incapaz, pero la propia dinámica del negocio los sacará a la luz, puesto que de no hacerlo, la compañía lo acabará pagando. Es decir: hay ineficiencias, errores y fallos cada día, pero los incentivos de todos los que participan en ella los llevan a minimizarlos.
En la empresa pública la decisión final no está en el público, sino en el burócrata. Es éste quien tiene en sus manos el control del dinero y de sus trabajadores. No quiere esto decir ni que el político sea malo per se, ni que el funcionario vaya a ponerse a sus órdenes y a olvidar al ciudadano. Lo que significa es que el que decide donde se gasta el presupuesto, cómo se organiza una oficina o quién ocupa una vacante tiene como prioridad satisfacer al político y no al público. Esto crea incentivos perversos y provoca que, de media, haya más ineficiencia y derroche en el sector público que en el privado.
De la misma manera, una película, obra de teatro o programa de televisión subvencionado no tiene por qué ser malo: simplemente, no se sabe, porque quien la paga (contribuyente) no es quien se beneficia de ella (artistas, políticos,…). Por eso, el antiguo ente público RTVE acumuló hasta 7.500 millones de euros de deuda, una cantidad que habría llevado a la quiebra a casi cualquier otro grupo de comunicación.
Ana Pastor dice que los cuarenta millones de españoles somos sus jefes. Dudo de que ella misma se lo crea, pero desde ese pequeño puesto de honor que me concede, me gustaría decirle: “Gracias por tu entrevista a Ahmadineyad; fue un gran trabajo. Eso sí, la próxima vez, deja que sea yo el que decida si quiere pagar mi (pequeña) parte de tu billete de avión, del hotel, del equipo técnico y de tu sueldo. Estaría encantado de hacerlo”.
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