La Revolución Mexicana, iniciada en 1910 contra el Porfiriato, triunfó oficialmente en Querétaro al promulgarse la Constitución de los Estados Unidos de México en febrero de 1917. Con dicho texto constitucional se quiso proyectar desde raíz el nuevo Estado mexicano e impulsar su modernización. También con ello se desterró, hasta el día de hoy, el incipiente liberalismo decimonónico de una de las naciones más importantes de América.
Fue la primera Constitución en el mundo (dos años antes que la de Weimar) en reconocer la función social de la propiedad y los derechos laborales colectivos que luego serían moneda corriente en el constitucionalismo contemporáneo. También se caracterizó por un laicismo exacerbado. Su artículo 130 establecía la saludable separación entre el poder público y el religioso, pero decretaba su férreo control y negaba la personalidad jurídica a las iglesias, con sus consiguientes efectos jurídicos. El artículo 3 del Texto fundacional, por su parte, decretaba que la educación sería otorgada por el Estado de manera laica y gratuita.
Las facciones victoriosas de la Revolución (carrancistas y obregonistas), en su actuación posterior, además, se distinguieron por un furibundo anticlericalismo a diferencia de los villistas o zapatistas. Demasiados planificadores estatales piensan insensatamente que el católico no puede ser un buen ciudadano puesto que su primera lealtad es con Roma y no con el Estado (y esto, por Dios, ha de cambiarse).
Años más tarde, nada más llegar al poder, el general Plutarco Elías Calles intentó, con escaso éxito, la creación de una Iglesia nacional mexicana (al estilo de la iglesia estatal china católica de hoy) y, mediante ley, desarrolló el texto constitucional en virtud del cual se facultó a los gobernadores de los estados de la República para imponer todo tipo de restricciones a los ministros de culto (en algunos estados obligaron a los sacerdotes a casarse para poder oficiar, se determinaron el número de ellos y su nacionalidad; en otros se prohibió expresamente el culto católico). La Iglesia mexicana procuró eludir estos intentos por dificultar la libertad religiosa de sus fieles oficiando misas e impartiendo lecciones en la clandestinidad.
La puntilla la dio en junio de 1926 la famosa Ley Calles por la que se ilegalizaron templos, seminarios y conventos amén de equiparar las infracciones en materia de cultos y de enseñanza confesional con los delitos comunes (estos callistas eran todos unos modernos).
La reacción de los cristianos mexicanos no se hizo esperar: promovieron un boicot para no pagar impuestos y no consumir productos del Estado (lotería, gasolina…). La relación entre los representantes estatales y los católicos se deterioró progresivamente hasta que desembocó en la conocida como Guerra Cristera (1926-29) en la que gente sencilla, en su mayor parte campesina, mal pertrechada y sin ningún entrenamiento militar produjo una formidable resistencia al poder tiránico. Con el tiempo se les fueron uniendo incluso militares y participantes de la propia Revolución de 1910. Mantuvieron en jaque al ejército federal durante tres años. Se les llamó despectivamente "cristeros" porque antes de ser fusilados solían gritar "Viva Cristo Rey". Fueron asesinados por millares.
Al final, hubo un precario acuerdo con el Gobierno por el cual la Iglesia podría sobrevivir en una situación más o menos consentida dentro del Estado mexicano (el llamado "modus vivendi"). La enseñanza oficial mexicana omite oportunamente hasta el día de hoy toda referencia a esta resistencia armada de la sociedad civil que aún cuenta con supervivientes. En relación con este asunto, el católico Graham Green escribió en 1940 una de las mejores novelas contemporáneas (sin moraleja y asombrosamente moderna).
Las persecuciones a los católicos en el pasado siglo XX no fueron, por desgracia, exclusivas de la Revolución Mexicana, también la España de la segunda República vivió, una década más tarde, "modernizaciones" semejantes (1,2). Asimismo católicos alemanes y, en menor medida, italianos vieron restringidas sus libertades de culto, expresión y enseñanza durante los regímenes totalitarios (1,2), al tiempo que los nazis masacraban impunemente a los judíos. En otro ámbito distinto, los budistas tibetanos siguen aún hoy sufriendo represión por no someterse a los dictados del Estado chino (1,2).
Todo Estado confesional es una aberración comunitaria. El Estado aconfesional es, sin duda, un logro de las sociedades libres y una garantía para las libertades religiosa y de conciencia de todos. El Estado laicista, por el contrario, no es neutral sino que se posiciona contra las creencias de algunos de sus súbditos: es activa e intencionalmente anticatólico. A su manera, es otro tipo de Estado confesional.
Sus métodos son hoy, por fortuna, otros, pero el moderno laicismo persigue los mismos fines de numerosos racionalistas estatales que ha habido en los países marcadamente católicos desde la Revolución francesa: suplantar a la Iglesia (percibida como rival), demoler los valores morales (católicos) y adoctrinar en idolatría y fidelidad hacia el Estado para formar ciudadanos convenientemente adocenados. De esto sabe mucho el socialismo.
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