No voy a insistir demasiado en los principios que aconsejan la legalización del consumo y el comercio de drogas. Con independencia de la calificación moral o ética que merezcan estas conductas autodestructivas o quiénes las "promuevan, favorezcan o faciliten" (tal como se describe el delito de tráfico de drogas en el Código Penal español) ninguna de las razones argüidas para defender su criminalización son compatibles con el respeto a la libertad y el derecho del individuo adulto a disponer de su cuerpo siempre que no cause un daño objetivo a otro.
Del vicio original de la prohibición, con la excusa de proteger la "salud pública", derivan unas consecuencias indeseadas y, sin embargo, previsibles, si se repara en las fuerzas descomunales que desata la persecución de toda acción que incite al consumo ilegal de estupefacientes. En última instancia, la ponderación de esos elementos se añade al argumento principal de los partidarios de la libertad.
Sucede que, al prohibirse la transmisión de unas sustancias tan apreciadas por ciertos consumidores, se restringe su oferta y, por tanto, se incrementan los ingresos de los relativamente escasos individuos que están dispuestos a correr el riesgo de dar con sus huesos en la cárcel. No obstante, en un momento posterior, las suculentas ganancias que esa actividad reporta estimulan a más personas para unirse a cualquiera de los eslabones de su cadena de distribución, bien sea de forma estable, o bien eventual. Por mucho que insistan sus promotores, incluso la cabal persecución del tráfico de drogas solo puede traer como consecuencia una aleatoria y beneficiosa eliminación de competidores para los que continúan lucrándose dentro del negocio.
En este punto, sin embargo, debe resaltarse la peculiaridad del sistema español de represión del consumo de drogas. A diferencia de otros países, la tenencia de droga para consumo propio no se considera delito, si bien merece la calificación de infracción administrativa, sancionable con multa y la incautación de los estupefacientes. Nunca con una pena de prisión. Obviamente, las disputas sobre como distinguir esa posesión de la destinada al tráfico (y dentro de ésta cual sea una cantidad de "notoria importancia") ocupan el tiempo de fiscales y abogados en las decenas de miles de procedimientos penales en materia de drogas que se tramitan en los juzgados españoles.
Como, precisamente, el ánimo tendencial hacia el tráfico es difícil de probar en muchos casos, el Tribunal Supremo ha establecido unos criterios que asumen la cuantía como principal indicio para apreciar el sentido de una posesión. De esta manera, si se detiene a un consumidor habitual con menos de 50 gramos de hachís o marihuana; 7 de cocaína y 3 de heroína –dependiendo en el caso de las dos últimas de su pureza– es probable que sea absuelto, excepto si concurren otros indicios que manifiesten una preordenación para el tráfico. Las elucubraciones que la jurisprudencia reciente ha elaborado sobre el "consumo compartido" de sustancias estupefacientes también han relajado extraordinariamente el rigor punitivo. Me pregunto si han primado razones implícitas. Ambas doctrinas parecen dar por supuesto que una interpretación estricta del precepto penal enviaría a pandillas enteras de jóvenes consumidores a las cárceles, dadas las elevadas penas previstas para estos delitos cuando se trata de sustancias que "causan grave daño a la salud". Es decir, todas, menos el hachis y la marihuana. Aún así, casi un 30 por ciento de los reclusos que cumplían su pena en las cárceles españolas a finales del año pasado fueron condenados por su participación en delitos de este tipo.
Por otro lado, si alguien pensó que los pingües beneficios que genera la prohibición solo corrompen a las autoridades de los países exportadores (México, Colombia, Marruecos etc) debería repasar casos más cercanos. Nos hemos topado con que un subinspector de policía y varios empleados del aeropuerto de Madrid-Barajas eran detenidos bajo la imputación de formar parte de una banda de narcotraficantes. Hace dos años desaparecieron dos kilos de cocaína en una comisaría de Valencia, pero ese caso palidece ante el más reciente –y no aclarado transcurrido casi un año– ocurrido en el depósito de la jefatura de policía de Sevilla. Nada menos que 100 kilos de cocaína y heroína allí custodiados (¿?) fueron progresivamente sustituidos por sustancias más prosaicas, para alborozo de los acusados en distintos juicios por tráfico de drogas. Las dificultades de descubrir las tramas de delincuentes que actúan con cobertura oficial u oficiosa se hacen evidentes en estos casos y apuntan a una situación mucho más grave de lo que nadie está dispuesto a reconocer.
Una vez creadas organizaciones de cierta complejidad para eludir los golpes de la represión, se abren otros campos delictivos donde pueden aprovecharse esas estructuras para obtener ingresos complementarios. Y viceversa. Después de todo, sus integrantes ya han dado el salto para situarse fuera de lo que se entiende por legalidad. En este sentido, la revitalización de viejas organizaciones mafiosas que provocó la prohibición de las bebidas alcohólicas en EEUU durante los años 30 resulta paradigmática. En la actualidad abundan ejemplos de estados, bandas internacionales y grupos terroristas dedicados a una diversificada lista de delitos adicionales. Algunos son inducidos por la penalización y la legislación fiscal, como la venta ilegal de los llamados precursores de las drogas o el blanqueo de capitales. Otros tienen una naturaleza real –perjudican a alguien– como el robo y el asesinato.
Como vemos, la "lucha contra la droga" ocasiona un ingente despilfarro de esfuerzos y recursos que se detraen de la sociedad y causa problemas que no existirían si desapareciera. Una línea de pensamiento en boga a lo largo y ancho de los países occidentales, congruente con los postulados del Estado del Bienestar, propugna el suministro de drogas a las personas adictas con cargo a los presupuestos públicos. Sin cuestionar el fondo de la prohibición, se argumenta que, de esta manera, los consumidores no tendrán que mezclarse con los circuitos de la delincuencia. Pero este tipo de medidas contradice abiertamente la justificación de la penalización: ¿cómo se explica que los estados proporcionen la misma droga que si se distribuye por un particular constituye un grave delito? ¿Por el hecho de que ofrecen un control médico? En realidad, más bien parece que se pretende eliminar la responsabilidad de los individuos que asumen comportamientos arriesgados y fomentar su dependencia a costa de otras personas, forzadas a pagar los gastos.
Recientemente se han alzado voces defendiendo la legalización de las drogas. Sánchez Dragó propone que el Estado constituya un monopolio para su explotación durante una temporada. Por mi parte, me limito a pedir que, de momento, la regulación de las bebidas alcohólicas de alta graduación se extienda a las drogas.
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