Uno de los argumentos que se emplean para tratar de justificar los impuestos es el llamado contrato social. Los ciudadanos pagamos impuestos voluntariamente porque se ha establecido un contrato por el que, a cambio, el estado nos presta unos servicios. Con esta idea se intenta enjuagar la carencia de raíz que acompaña a esta agresión otorgándole un aire de voluntariedad y libre asociación. Pero, ¿cuándo se ha firmado tal contrato? ¿Lo hice yo?
Evidentemente no existe tal contrato. Más bien al contrario, ante lo que verdaderamente nos encontramos es ante una concepción holista del mundo dominado por el constructivismo cartesiano ejemplificado en la expresión del destacado teorizante de la Revolución francesa, el abate Sieyès, que exhortaba a la Asamblea revolucionaria a “actuar como hombres justos saliendo del estado de naturaleza y reuniéndose con el propósito de firmar un contrato social”.
¿Estaba yo allí?, se preguntarán algunos. ¿Tuve la oportunidad de firmar tal contrato, apartándome y superando los primitivos y atávicos sentimientos del estado de naturaleza?
Dejando aparte que la propia asamblea se proponía usar una institución, el contrato, nacida y perfeccionada precisamente en el seno de ese estado de naturaleza al que pretendían superar, la invocación del abate es la clara muestra de la voluntad de unos pocos para obligar a los demás a cumplir su patrón. El sometimiento.
Algunos podrían preguntarse: pero usted tiene la oportunidad de votar si quiere más o menos impuestos, es decir, existe voluntariedad refrendada por los votos. Pero aun así, resulta ofensivo tal argumentación pues no es más que la conocida pregunta del salteador de caminos: ¿la bolsa o la vida? ¿Realmente hay elección? ¿Existe elección a negarse a tomar tal elección? Puedo elegir el daño del delincuente, pero, lo que verdaderamente importa: ¿puedo elegir no ser atracado? Es ahí donde se encuentra la auténtica voluntariedad, y es esa voluntariedad la que jamás encontraremos en el contrato social, esto es, los impuestos y el estado.
Y cuando no se permite la opción de elegir, de ejercitar nuestra libertad, a uno se le convierte en esclavo. Con todas sus letras. Y sin embargo, aun así la mayoría objetará la radicalidad de la afirmación. ¿Cómo vamos a ser esclavos? Tenemos nuestro coche, nuestra casa, salimos a comprar, nos reunimos con nuestros allegados… Pero nos roban todos los años cierta cantidad de dinero, del fruto de nuestro trabajo, bajo amenaza de uso de la fuerza (y en algunos casos, cuando uno ha incumplido, lo prometido es deuda y se usa la fuerza y se enjaula al infractor).
Lejos, pues, de ser un contrato libremente articulado y perfeccionado, el estado impone un sistema de expropiación de la riqueza que las más grandes mafias de la historia de la humanidad habrían envidiado. Y ante un ladrón, nadie vería con malos ojos intentar engañarle y ocultarle nuestras riquezas y posesiones. Sería una actitud justa y moralmente lícita tratar de impedir que un criminal se apropiara de nuestra propiedad, conseguida pacíficamente y sin causar daño a terceros. De ahí que sea moralmente lícito no pagar impuestos ¡precisamente porque son impuestos!.
Ahora bien, no sería aconsejable esta opción y sí, más bien, la prudencia y el pragmatismo pues, como dijo Murray Rothbard: “los individuos deben tratar con el Estado como con un enemigo que es, por el momento, más poderoso”.
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