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Los intermediarios y los agricultores (otra vez)

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Cíclicamente, como si de una crisis se tratase, los agricultores sacan los tractores a la calle para reclamar ayudas para su sector. Hace unas semanas, miles de agricultores se manifestaron en Madrid convocados por las tres grandes organizaciones de ámbito estatal: Asaja, COAG y UPA. Señalan, como cada vez, que los intermediarios son los culpables de que los productos agrícolas se encarezcan desmesuradamente y denuncian sus amplios márgenes. No dudan en mostrarlos como un grupo privilegiado de especuladores que se enriquecen a costa de agricultores y consumidores. Este «argumento» (por llamarlo de alguna manera) significa no entender absolutamente nada de economía.

Veamos. La clave está en darse cuenta de que el producto que el agricultor recoge no es un bien de consumo, sino simplemente un paso intermedio en el proceso productivo. Y es que los consumidores (es decir, cualquiera de nosotros) no queremos ese bien que el agricultor acaba de recolectar. No tiene ningún valor para nosotros; no nos es de ninguna utilidad. No es un bien de consumo porque, entre otros motivos, no tenemos acceso a él y/o desconocemos su existencia.

Económicamente hablando, la manzana que el agricultor de Extremadura recoge en su campo no es el mismo bien que la misma manzana comprada por nosotros en el supermercado. Un producto sólo puede ser denominado «de consumo» cuando ha pasado por todas y cada una de las necesarias etapas de transformación del proceso productivo, se ha acercado y se ha puesto al alcance del consumidor. Mientras no sea así, ese bien «no existe» para el consumidor, y de ahí que no tenga ningún valor.

Por tanto, los agricultores son solamente una etapa más de la producción, de igual importancia que los transportistas, distribuidores, publicistas, controladores de calidad, mayoristas, minoristas y demás prestadores de servicios que son indispensables para que el producto acabado de consumo esté a disposición del consumidor.

Si no fuesen económicamente analfabetas, estas organizaciones agrícolas y de consumidores sabrían perfectamente que los intermediarios son totalmente imprescindibles. Deberían imaginarse que no me sale a cuenta desplazarme a Canarias cada vez que se me antoje un platanito; que no voy a coger el coche en dirección a Galicia cuando desee comer pulpo de calidad; que no volaré hasta Argentina o Uruguay para degustar su carne; o que no voy a ir a la Rioja para comprar el vino que necesito esta noche. Paradójicamente, los principales beneficiados de la existencia de intermediarios son precisamente los agricultores.

Si eliminamos a los intermediarios o intentamos aminorar coactivamente las ganancias de su negocio, lo único que conseguiremos es crear una escasez de alimentos, como ha sucedido en la historia en otros regímenes con economías planificadas.

Lo único que verdaderamente deberíamos exigir es que no haya barreras de entrada para realizar la actividad de intermediario, es decir, que no se pongan trabas a cualquier persona que quiera (intentar) ejercer de intermediario. Si esto es así (mercado libre), no cabe más que concluir que los profesionales que actualmente están realizando esos servicios son los más eficientes. Son los que ofrecen la mayor calidad a un menor precio. Esto es debido a que los procesos de competencia hacen que los servicios mejoren de calidad y bajen de precio, ya que los empresarios intentarán realizar su labor lo más eficazmente posible y con costes cada vez menores para imponerse a sus competidores. El que no lo consiga deberá cerrar y será expulsado del mercado.

Por tanto, si tan buen negocio es ser intermediario, ¿por qué no se dedican a ello los agricultores? ¿Es que hay alguna barrera de entrada legal que se lo prohíba?

Pero estos lobbies que dicen defender el campo español y a los consumidores pisotean y obvian las leyes más básicas de la economía para conseguir lo que verdaderamente quieren: privilegios. Por eso han centrado sus esfuerzos en exigir la intervención del Gobierno (¡cómo no!) para que regule/fije precios y márgenes de comercialización cuando se trate de productos de primera necesidad. Se entiende que los productos de primerísima necesidad son casualmente los suyos.

Y, como siempre, parece que han conseguido (o conseguirán) lo que se proponen. Es de esperar que los subsidios a los agricultores sean pagados por todos los contribuyentes de forma directa o indirecta. Directa, mediante impuestos que irán destinados a incrementar su partida presupuestaria; indirecta, al provocar que los precios que deberán pagar por los alimentos sean más elevados.

Se beneficia claramente a unos sectores en detrimento de la mayoría, que acaba pagando sus costes. Lo cual supone una curiosa manera de entender la democracia por parte de los gobernantes, ya que permiten que intereses particulares prevalezcan sobre los derechos individuales del resto de ciudadanos. Y es que una vez más se demuestra que la política está reñida con la ciencia económica más básica.

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