“Los Limites de la Libertad” es el título de un provocador ensayo del economista premio Nobel James M. Buchanan. En él, se plantea una teoría descriptiva sobre la aparición del Estado, utilizando en algunos momentos herramientas familiares a los economistas neoclásicos.
Según Buchanan, partiendo de una situación que él califica de anárquica, es en beneficio de los individuos dotarse de normas consensuadas, de forma que puedan tener una mayor certidumbre en el ejercicio de sus libertades/derechos. El análisis que hace es de equilibrio, considerando la existencia de unos costes de defensa de esas libertades que se verían muy reducidos en caso de haberse acordado una norma constitucional. Así pues, es beneficioso para un creciente número de individuos formar parte de esa comunidad constitucional, que dará lugar a lo que más adelante Buchanan llama “anarquía ordenada”.
Buchanan asume que tiene que haber un Estado que haga cumplir las normas constitucionales acordadas. No solo eso, como también asume la existencia de bienes públicos, precisa de un Estado productor que los genere, cuyas normas también habrán de acordarse en el acuerdo constitucional. Y a partir de aquí se embarca en un análisis que no resultará nada sorprendente a los conocedores de la teoría de la Regulación de Mises, ya que, a base de incorporar “imperfecciones” al modelo, llega a la conclusión de que ese Estado va a cercenar las libertades de los individuos, a transformarse en el temido y previsible Leviathan de Hobbes, y a devolvernos a esa situación de anarquía caótica de la que habíamos pretendido salir con el acuerdo constitucional. La diferencia con la anarquía caótica original es que ahora la incertidumbre en nuestras relaciones la causa el creciente poder del Estado.
En todo caso, como digo, nada de este último análisis resulta sorprendente al economista austriaco ni al anarcocapitalista. Sí puede resultar más chocante la exigencia de que se tenga que llegar a un acuerdo, el constitucional, para el respeto a los derechos de propiedad. ¿No existen, por tanto, los derechos de propiedad absoluta, que parece preconizar Rothbard en su “For a new Liberty”[1]?
La idea de Rothbard es ciertamente atractiva, sobre todo desde el punto de vista de eficiencia económica. Sin embargo, cuando se lleva al terreno práctico, hay que preguntarse qué significa eso de los derechos absolutos, y aquí es donde Buchanan expone sus dudas. Claro, mientras no haya contacto con otros individuos (quizá mejor hablar de tribus, para describir un escenario históricamente más realista) nadie va a discutir el derecho absoluto a la propiedad que uno tiene.
Los problemas ocurren cuando se entra en contacto con otro individuo/tribu que no reconoce tal derecho, ni tiene por qué hacerlo. A bote pronto, se abren dos posibilidades básicas para defender el derecho: el recurso a la violencia para su protección, o el debate tratando de convencer al interlocutor de que reconozca el derecho de propiedad (usando los argumentos éticos propuestos por Rothbard, por ejemplo).
Supongo que históricamente se habrán usado ambas posibilidades, en numerosísimas ocasiones la primera. Lo que Buchanan añade es que esta opción, la de la violencia, nos sitúa en un escenario de incertidumbre permanente en que los costes de defender los derechos de propiedad son muy grandes. Por ello, superados ciertos umbrales, puede ser más eficiente para ambas partes respetarse mutuamente los derechos adquiridos. O, mejor dicho, negociar las condiciones para que se produzca este mutuo respeto, sin dar por asumido el status quo inicial, que puede quedar alterado como consecuencia de la negociación.
Solo después de esta negociación constituyente, que seguramente tenga que ser expresa, se puede hablar ya de normas de convivencia (entre los individuos/tribus que la acuerdan), en particular, de derechos de propiedad, y ya entraríamos a jugar con todo el análisis económico.
Los derechos de propiedad que dimanan de tal constitución podrán, o no, ser absolutos en el sentido de Rothbard. Es bastante posible que alguna o las dos tribus constituyentes hayan tenido que hacer cesiones para llegar al acuerdo de respetarse. A lo mejor han tenido que ceder parte de los bienes que consideraban suyos en el tiempo preconstitucional; o a lo mejor han tenido que aceptar una reducción en lo que pueden hacer con sus bienes, como coste a pagar a cambio de obtener el beneficio de la certidumbre. Es fácil imaginar casos: si una tribu ha adquirido pre-constitucionalmente todo el territorio con manantiales de agua, será muy difícil que las otras tribus le reconozcan esa propiedad en términos absolutos: les tendrá que dar algún tipo de derecho de uso. La alternativa será seguir en el ámbito anárquico caótico, con el coste que ello puede tener. Si las otras tribus abusan de sus exigencias, el balance coste-beneficio puede cambiar, y a lo mejor se prefiere mantenerse en la anarquía caótica (sin normas).
Así pues, es claro que los derechos de propiedad, como cualquier otra norma de convivencia, quedan sometidos a un proceso espontáneo hayekiano de descubrimiento. Su definición dependerá en cada momento de las necesidades que tenga la sociedad, y pueden variar con sus preferencias, creencias, tecnología, entorno natural… Y ningún derecho de propiedad así creado se puede considerar moral o éticamente superior a otro, pues está informado por la moral y ética que tenga cada sociedad[2]. Si las tribus primigenias tenían todo en común, o si un grupo en la actualidad decide que constituirse en comuna, ¿es ética o moralmente inferior al anarco-capitalismo[3]?
No creo que se pueda responder que sí, aunque Rothbard parece hacerlo. En todo caso, si se deja la ética aparte, aún tenemos el análisis económico para analizar cuál solución de derechos de propiedad es más eficiente a la hora de resolver las necesidades de los seres humanos. Y aquí sí parece claro que la definición precisa de los derechos de propiedad para evitar externalidades, por un lado, y la ausencia de límites sobre el uso de la propiedad al propietario, por otro, incrementan la eficiencia del mercado, la generación de recursos, la riqueza, las posibilidades de supervivencia y, seguramente, la felicidad de la sociedad que se haya constituido con este tipo de derechos.
En resumen, y tratando de conciliar a Buchanan con Rothbard:
- Los límites a la libertad/derechos de propiedad son necesarios para que una sociedad pueda funcionar y convivir. Los derechos absolutos de propiedad solo tienen sentido en la autarquía; en cuanto convivimos con terceros, necesitamos que se reconozcan tales derechos para no estar en conflicto constante.
- En la medida en que los derechos de propiedad que se otorgue la sociedad sean más próximos al ideal absoluto rothbardiano, mejores serán las perspectivas de supervivencia y bienestar de dicha sociedad, sin que ello implique que sea moral o éticamente superiores.
- En ningún caso cabe aceptar el positivismo en la definición de dichos derechos de propiedad. O bien irían contra la eficiencia económica sin tener sustrato moral; o bien, si se imponen derechos absolutos de propiedad cuando la sociedad ha optado por no otogárselos, atacarían la moral de la sociedad a cambio de una mayor eficiencia.
[1] Ver página 39: “Absolute right to private property of every man: first, in his own body (right of self-ownership), and second, in the previously unused natural resources which he first transforms by his labor (right to “homestead”).”
[2] Ojo, no se puede decir lo mismo si introducimos normas positivas que no derivan de un proceso espontáneo, sino de su promulgación por terceros.
[3] Sobre la superioridad moral de una sociedad a otra conviene leer “The righteous Mind”, de Jonathan Haidt.
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