La reforma agraria ha sido interpretada por políticos e historiadores como uno de los elementos indispensables para modernizar economías rurales, donde la propiedad de la tierra se distribuía entre pocas manos, y los campesinos apenas alcanzaban con su trabajo el nivel de subsistencia. Sucedió en España, Rusia, Japón, Sudamérica, Zimbabwe, y otros muchos países caracterizados todos por una desigual, tardía o insuficiente industrialización de su economía. Pero en vez de ver este último elemento como el factor fundamental, y a partir de él, hallar las barreras y fuentes de descoordinación social, el pensamiento dominante ha entendido que la causa, o al menos una de las causas principales, radicaba en la singular distribución de la tierra y la eficiencia productiva del campo. Latifundistas, iglesia, manos muertas o nobleza, como sinónimo de atraso y explotación de millones de individuos. El Estado dio con a quién expoliar, y en base a qué justificación o teoría hacerlo, siempre en beneficio de los más débiles y oprimidos, merced de amedrentar a los más poderosos… Esta idea, que como eslogan y propósito encontró adeptos y no pocos pensadores capaces de desarrollarla con rigor y sobrada argumentación, responde a una falsedad derivada de un análisis pobre e incompleto de cuáles son los fenómenos que impiden a las naciones desarrollarse.
Lo cierto es que la debilidad industrial de una nación, ligada a que su agro permanezca atrasado, no deriva exclusivamente de la distribución de la propiedad de la tierra. Son las ciudades y no el campo donde debemos poner nuestra atención.
Las monarquías se financiaban con cargo a la hacienda y derechos del Rey. Siendo insuficiente esta fuente de ingresos, se avanzó extendiendo las contribuciones procedentes de las ciudades. Iglesia y nobleza no tributaban, o no lo hacían de modo directo o significativo, razón que empujó al Estado moderno a poner su punto de mira en las ciudades, que acabaron siendo las únicas convocadas cuando se demandaban nuevos y mayores tributos. Al mismo tiempo, las ciudades, que empezaron a rivalizar con el campo como principal fuente de riqueza, y que eran ya centros de innovación y conocimiento, se convirtieron además en las grandes perjudicadas por las políticas de gasto desaforado emprendidas por sus reyes. Inflación y otros impuestos unidos a regulación, aranceles, barreras comerciales. En definitiva, una política mercantilista que asfixiaba, limitaba e incluso impedía crecer a las ciudades.
Para habitar un núcleo urbano de tamaño considerable, resulta condición indispensable tener oficio, y beneficio, distinto al estrictamente rural. Sin que estas ocupaciones demanden nuevos trabajadores, resulta obvio que el campo siga siendo el lugar donde más individuos habiten. Si las ciudades no atraen a los campesinos, difícilmente saldrán beneficiados aquellos que sí decidan permanecer en sus tradicionales ocupaciones agrarias. Los salarios del campo crecerán en la medida que la mano de obra se desplace a las ciudades, y quien emplee a su cargo jornaleros y campesinos no tenga más opción que subirles el salario para retenerlos a su lado. Eso, o invertir en bienes de capital que sustituyan a los antiguos labradores… A partir de aquí la tendencia es a que las ciudades crezcan, y con ellas la industria, incluida aquella dedicada a mejorar la producción agraria, la distribución de alimentos, su conservación y mejora de calidad. Tales inversiones no siempre resultan adecuadamente incorporadas, o quedan fuera del alcance de antiguos propietarios que se ven superados por los tiempos. Es ahí cuando comenzará una desamortización espontánea, con ventas, reagrupaciones o creación de organizaciones productivas mucho más eficientes. El resultado no ha de ser necesariamente la extensión del minifundio, sino en general, el desarrollo del medio rural en términos de eficiencia y mejora de las condiciones de vida de los que en él trabajen.
Todo ello nos lleva a la siguiente conclusión: la reforma no ha de estar orientada al campo (aunque existan situaciones que sí demanden cierto impulso), sino que debe centrarse en liberalizar el comercio urbano, bajar impuestos y no manipular instituciones como el dinero o el Derecho. De ese modo, no hará falta que se emprenda una revisión completa de la propiedad de la tierra, mediante desamortizaciones expropiatorias o la experimentación colectivista.
La experiencia nos demuestra que éste ha sido el discurrir en las naciones que más pronto han logrado alcanzar altas cotas de industrialización, prosperidad y complejidad social. De hecho, justamente en esas naciones, ha sido mucho más evidente la reacción de los antiguos privilegiados y terratenientes, enfrentados a los rigores de un mercado que les privaba de manera espontánea de esa mano de obra barata que antes prestaba sus servicios a cambio de salarios de miseria. Tuvieron que afrontar también ellos el empuje de la libertad. Trataron entonces de dramatizar la imagen del obrero, cuya vida se tachaba de miserable en comparación con el campesino feliz, de corte medieval, nutrido y con tiempo libre. Mentiras que demuestran que la mejor reforma agraria ha sido la que surge del empuje urbano y el capitalismo.
@JCHerran
Este comentario parte de varias reflexiones del autor sobre los miserables (ver I).
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