Este 14 de abril se cumplen 80 años del advenimiento de la II República. Eugenio D’Ors relata admirablemente el ambiente de esperanza con que advino, que contrastaba con el profundo hastío y la total indiferencia con que se vio el derrumbe de la Monarquía. Quienes ocuparon el poder, abandonado por el régimen anterior, habían planeado tomarlo previamente (en diciembre de 1930) por medio de un golpe de Estado. Esto es importante, porque da una medida del aprecio de aquellas fuerzas por el sistema democrático.
Muchos describen aquel régimen político como una conquista de los españoles, largamente deseada por amplios sectores de nuestra sociedad. Pero esta idea choca con la realidad histórica de que prácticamente todos, especialmente quienes más debieran identificarse con la República, se rebelaron contra ella. No hace falta descender a los detalles. Basta recordar unos cuantos hechos muy conocidos.
Los anarquistas convocaron una huelga en julio de 1931 y de nuevo tres huelgas generales con pretensiones revolucionarias en enero de 1932, enero de 1933 y diciembre de este mismo año.
El 10 de agosto de 1932, el General Sanjurjo protagoniza el último de los pronunciamientos de la Historia de España, que resultó ser un resonado fracaso. Sus intenciones no pasaban claramente por acabar con la II República, aunque sí por torcer la dirección política del país, y ésta estaba marcada por un Gobierno elegido democráticamente.
Tras las elecciones de 1933, en noviembre, los socialistas y los republicanos de izquierdas exigieron al presidente de la República que anulara las elecciones; Niceto Alcalá-Zamora se negó a esas pretensiones en cuatro ocasiones. Su plan era cambiar las normas de modo que asegurasen que un resultado así (una victoria del centro y la derecha) no volviera a repetirse. La llamada "revolución de Asturias" fue una revuelta largamente planeada y cuyo objetivo era desalojar al centro y la derecha del poder, subvertir el régimen e instaurar otro en el que los sectores entonces en el poder no volverían a ocuparlo jamás.
Por cierto, que la CEDA tuvo una oportunidad de oro para darle la razón a los socialistas, que habían tildado al partido de Gil Robles (pese a saber que la acusación era falsa) de fascista. Sin embargo, no aprovechó la revolución de 1934 para liderar otra de signo contrario e instaurar un régimen autoritario. Respetó la legalidad y, a pesar de caer en algunos excesos, si de algo se le puede acusar es de no haberla defendido con más denuedo.
El propio presidente de la República, Alcalá Zamora, convocó elecciones anticipadas durante el período radical-cedista sin más razones que la de finiquitar un gobierno que él consideraba demasiado derechista y articular un partido de centro en torno a su hombre, Portela Valladares. Manuel Azaña, epítome de aquel régimen, no contento con haber pedido a Alcalá Zamora que no reconociese las elecciones de 1933, manipuló las de 1936, alterando inicuamente la concesión de 32 escaños, inicialmente adjudicados a la derecha y al centro.
Se podrían poner incluso más ejemplos, y ello sólo por parte de quienes fueron favorables a la II República, contribuyeron a traerla o se creían los únicos (o de los pocos) legitimados para ocupar el poder bajo ese régimen. Hecha sea la salvedad, claro está, de los anarquistas, aunque más tarde se sumarían al Frente Popular y al bando republicano durante la Guerra Civil.
Si todo ello resulta chocante, lo es igualmente otro hecho: Hubo un partido que creyó firmemente en la II República, al menos en cuanto lo que se ha pretendido que fue: una democracia. Y, lejos de ser elogiado por quienes más se identifican con aquel período histórico, recibe de ellos las más amargas críticas. Se trata, claro es, del Partido Republicano Radical. Los radicales de quienes Stanley G. Payne dice que eran un partido "centrista y de nombre equívoco" fueron la única formación de masas netamente republicana. Como tal, estaban llamados a ejercer un papel central, en cualquier sentido de la palabra, en la República. Creían en la democracia independientemente de cuáles fueran sus resultados, lo que les distinguía de otros partidos, tanto a la izquierda como a la derecha.
La primera crítica que se dirige contra los radicales es la falta de moralidad de algunos de sus miembros por asuntos turbios como el del estraperlo. Aunque es innegablemente certera, esa corrupción se queda en mera anécdota frente a la que vemos hoy todos los días en la prensa. Y, desde luego, por más condenable que fueran esas corruptelas, nada tenían que ver en comparación con los crímenes a los que se entregaron sus críticos, a izquierda y derecha, durante la guerra. La segunda crítica desde la izquierda es que sostuvieron un gobierno con participación de la derecha. Un juicio que se vuelve contra quienes lo profieren, pues dejan en evidencia, hoy como entonces, su poco aprecio por una democracia auténtica. También traslucen que ven en la II República no un sistema de turnismo con elecciones libres, sino un programa político concreto.
El valor de la contribución de Alejandro Lerroux y los suyos a la democracia en aquel régimen lo prueba que en cuanto se descalabraron, en las elecciones de febrero de 1936, la política se radicalizó y desembocó, en sólo cuatro meses, en una sangrienta guerra civil.
A pesar de todo ello, los radicales siguen teniendo mala prensa. Esto es interesante no sólo para apreciar las violaciones de los derechos individuales en aquel período de nuestra historia, sino para observar que muchos estilitas de la democracia sienten un desprecio auténtico, todavía hoy, por la defensa de aquellos derechos.
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