Parece que todo aconteció el siglo pasado y solo queda la bruma convertida en un manto de silencio. Pero la matanza más monstruosa acontecida desde la guerra civil española no ha traído todavía la búsqueda y captura de los culpables transcurridos más de siete años. Una fosa abisal ha quedado abierta en la conciencia de tantos que han preferido mirar a otro lado o, simplemente, se han tragado la descomunal operación de intoxicación desplegada para proteger a los participantes en los crímenes del 11M. Por el contrario, cada vez que las escasas personas entregadas a que esta causa no caiga en el completo olvido analizan aspectos concretos de esa estafa procesal que resultó ser la instrucción y juicio del caso principal, no se sabe ya que resulta más lacerante; si la masacre misma o la resignación generalizada a que quede impune, para mayor gloria de los canallas que la perpetraron, quienes disfrutan de una inmerecida libertad.
Va ya para más de dos años que la Asociación de Ayuda a las Víctimas del Terrorismo del 11-M emprendió acciones contra el Jefe de los Tedax, Sánchez Manzano, y la química del laboratorio de ese cuerpo policial por unas actuaciones que, objetivamente, revisten, cuando menos, la apariencia de encubrimiento de los atentados, dado que ellos mismos se hicieron responsables de la ocultación de pruebas en las sesiones del primer juicio oral. Esas cuestiones tendrían que haberse depurado durante la instrucción, ya que resulta insólito que al poco de cometerse estos auténticos crímenes de lesa humanidad, se destruyeran restos de los trenes y casi todos los demás vestigios, sin que nadie que estuviera al tanto de las investigaciones –así como del destino de unas muestras tan difíciles de soslayar sin levantar sospechas- hiciera absolutamente nada por evitarlo o denunciarlo inmediatamente. Más difícil de aceptar es el silencio posterior sobre estos extremos de cientos de funcionarios de la policía, de los juzgados y de la fiscalía, quienes forzosamente tuvieron que conocer esas irregularidades delictivas en algún momento.
Como se sabe, se desconoce todavía oficialmente quién dio la orden de destruir los trenes. El juez del Olmo, bajo cuya responsabilidad recayó la primera instrucción, no adoptó ninguna medida contra quienes lo hicieron, suponiendo que no fuera él mismo quien lo autorizó. Por el contrario, como si tratara de suplir el análisis de pruebas reales por remedos de diligencias, cubriendo un expediente que se piensa que nadie va a leer, un año después de la comisión de los atentados y de la destrucción de los trenes, encargó un informe a miembros de tres cuerpos policiales. La principal conclusión de ese documento fue que no podía llegarse a una conclusión segura sin analizar los restos aniquilados…
Aunque, cuando resolvió los recursos de casación contra la sentencia de la Audiencia Nacional, el Tribunal Supremo manifestó su "sorpresa" ante una eliminación que constituye por sí misma la descripción de una modalidad del delito de encubrimiento, no llegó a la conclusión lógica que se deriva de ello: la deducción de testimonio para esclarecer quiénes intervinieron en un delito de una gravedad difícilmente repetible. Esa actuación no agotaría el asunto, ya que las investigaciones sobre esos aspectos podrían llevar a calificar esa intervención como complicidad o cooperación necesaria, dada la escasa distancia que separa a estas formas de participación del encubrimiento en los atentados.
Ahora bien, ese mismo Alto Tribunal, que tan solo se sorprendería tiempo después de la destrucción de los trenes, había rechazado la admisión de la querella de Manos Limpias contra el Magistrado titular y la Fiscal del Juzgado Central de Instrucción número 6, por ese hecho y otros relacionados con la instrucción, mediante un anodino auto de 1 de diciembre de 2006 que firmó el ponente Carlos Granados Pérez, un antiguo Fiscal General de Estado por nombramiento del último gobierno socialista de González Márquez. De una forma precipitada se cerró la posibilidad de que el juez instructor del 11M diera cuenta de sus actos antes incluso de que se conocieran públicamente todas las irregularidades de la instrucción en el juicio oral celebrado meses después. En un confuso y circular razonamiento jurídico cuarto, en aras de exculpar al magistrado sin ofrecer muchos detalles, la Sala concedió valor probatorio a un informe donde se confiesa que no se analizaron los restos de los trenes y apuntaló la barbaridad metodológica de que los informes periciales oficiales alcancen valor probatorio, prescindiendo de su consistencia y sin necesidad de conservar muestras materiales sobre el objeto de su estudio. Como colofón, incurriendo en el grosero defecto de hacer supuesto de la cuestión de que hubiera realmente pericias, tantas veces censurado por resoluciones de ese tribunal mejor articuladas, se avanzó una justificación peregrina a la destrucción de los trenes: "La conservación y destino de los vagones en cuestión -una vez hechos en ellos todas las pericias que se estimaron necesarias- corresponde a su legítimo propietario (RENFE), que además cuenta con lugares apropiados para ello".
Porque, digámoslo de una vez, ésta es una de las constantes que ha presidido el macabro juego judicial relacionado con los atentados del 11M: Aparte de las manipulaciones de elementos fundamentales del caso, las cuales solo pudieron organizarse y ejecutarse por parte de miembros de los llamados servicios de seguridad del Estado, se han producido también demasiadas contemplaciones, incluidas las de aquellos que alegan que fueron burlados por la actuación decidida y planeada de un simple jefe de los Tedax.
No puede creerse que ese mando medio de la policía, sin recibir órdenes de alguien, desplegara a sus subordinados de confianza para recoger y custodiar (es un decir) las muestras de los focos de explosión, analizarlos (también es otro decir) en el laboratorio de su unidad y evitar que llegaran a otro especializado dentro de la misma policía. Tampoco resulta de recibo que existan policías que declaran solo si se les pregunta expresamente, esperando siete años a que se les cite a declarar sobre la ocultación de pruebas imputada a Sánchez Manzano. Estas circunstancias les convierten a todos ellos en sospechosos. Cuando menos esa falta de iniciativa por denunciarlo por las vías adecuadas (son policías, no espectadores) podría constituir un delito de omisión de la obligación de perseguir otros delitos.
Siguiendo los criterios lógicos de investigación y las máximas de experiencia procesal penal recogidas en la Ley de Enjuiciamiento Criminal, este procedimiento tendría que haberse dirigido ya de oficio contra los superiores directos de Sánchez Manzano, contra sus subordinados y contra aquellos que no asumieron un papel activo en la persecución de los delitos cometidos, tomándoles declaración como imputados. Cuestión diferente podría ser el curso que siguieran las actuaciones, pues no cabe establecer responsables preconcebidos.
Más aun, la estupefacción y la conmoción posteriores a la perpetración de los atentados no debería ser óbice para que las personas que se enteraron de aspectos parciales de la instrucción depusieran ante la juez de instrucción. Lo cual puede extenderse perfectamente tanto a los empleados y directivos de Renfe como a los políticos del gobierno de Aznar. No olvidemos que éste declaró en sede parlamentaria que "los que idearon los atentados no están ni en montañas lejanas ni en desiertos remotos". Si él o alguno de los miembros de su gobierno conocen algún dato o circunstancia que ayude a esclarecer como se produjo este cambiazo de pruebas deberían ofrecerse inmediatamente como testigos. Todavía están a tiempo. No basta con que sus sucesores anuncien que entregaran papeles inútiles que solo sirven para confirmar que la policía no puede destruir las pruebas de un caso, aunque alegue que tiene buenas intenciones.
Por otro lado, el poder judicial no debía tolerar que en un procedimiento penal de esta naturaleza un ministro se burlase durante más de un año sobre las peticiones de certificaciones y los nombres de los Tedax que participaron en la recogida de muestras.
Sin embargo, el dominio de los políticos sobre el poder judicial ha alcanzado cotas de sumisión reverente de los jueces a sus respectivos padrinos. La falta de independencia e imparcialidad de éstos – que nunca ha tenido una gran tradición en España, dicho sea de paso – quiso declararse contraria a esa Constitución tan defectuosa de 1978. Su fracaso objetivo por investigar y juzgar este caso del 11M por encima de las presiones políticas sustenta la convicción de que muchas costumbres y modos deben cambiar para limpiar la miseria y la corrupción que aquejan al moribundo régimen constitucional. Los españoles necesitan un par de rescates, pero solo pueden protagonizarlos ellos mismos. Antes que el económico, necesitan uno moral, pues la demanda de justicia debe estar por encima de la conveniencia en una sociedad que se respete a sí misma y quiera liberarse de las cadenas de una mentira tan terrible. Solo entonces, cuando una masa crítica de individuos se atreva a exigir que se deje de marear la perdiz, se conocerá la verdad del 11M. Sin manipulaciones ni contemplaciones.
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