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McDonald contra Chicago

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La familia de Otis McDonald proviene de Luisiana. Cuando era todavía un adolescente, se trasladó a Chicago, donde ha vivido desde entonces. McDonald ha sido testigo, como cualquier vecino de la ciudad del viento, del deterioro en la convivencia en sus calles. Él mismo ha sido un activista en la lucha contra el aumento de la delincuencia y el deterioro social que acompaña al tráfico ilegal de drogas. Unos traficantes le amenazaron por toda la labor social que estaba realizando, así que decidió comprarse una pistola del calibre 22. Acudió, para ello, a una comisaría de Policía para pedir un permiso, pero en Chicago la posesión de pistolas y revólveres está prohibida. Entonces, hace dos años, empezó la batalla legal que ha resultado en la decisión del Tribunal Supremo que lleva su nombre, McDonald vs. City of Chicago. «El hecho», dijo este hombre de raza negra de 76 años, «es que hay mucha gente de mi edad que han trabajado duro toda su vida, para conseguir un buen sitio donde vivir… y tener una (pistola) nos haría estar mucho más cómodos».

Chicago tiene una de las legislaciones más restrictivas con la posesión de armas de todos los Estados Unidos. Como en el caso de Washington, es también una de las que más sufren la incidencia del crimen. El fin de semana anterior a la sentencia 54 personas recibieron un disparo de arma de fuego, de las cuales diez perdieron la vida. Las leyes de control de armas no sirven para que los criminales, que ya han tomado la decisión de situarse fuera de la ley, no accedan a ellas. Sin embargo, sí limitan o impiden que los ciudadanos que cumplen las leyes puedan tener armas. El uso que harían de ellas es deportivo o de autodefensa, por lo que se da la circunstancia de que estas normas no limitan los usos criminales, pero sí los defensivos. Esa es la razón por la que, en contra del objetivo declarado, las leyes de control de armas favorecen el crimen, en lugar de contribuir a limitarlo.

El caso de Otis McDonald y otros le llevaba al Tribunal Supremo a una decisión anterior, el Distrito de Columbia contra Heller. En aquella sentencia, el Supremo reconocía que la Segunda Enmienda recoge un derecho fundamental a la posesión de armas para uso privado, dentro de la jurisdicción federal. Lo que se dirimía en este nuevo caso era si ese derecho prevalecería también ante las limitaciones que pudiesen imponer los Estados y los gobiernos locales, como el de Chicago. La lógica indicaba que sí. Tanto la de las mayorías, que imponen un predominio conservador en el Supremo, como la jurídica. Si un derecho fundamental, como es el de la autodefensa, recogido en la segunda enmienda, prevalece en un ámbito administrativo federal, ¿cómo podría no hacerlo en el local o estatal? Este es el sentido de la sentencia McDonald vs. La ciudad de Chicago.

Pero en este ámbito no vale sólo con la lógica. Las sentencias han de basarse en el acervo de las leyes y de la jurisprudencia. El Tribunal Supremo tenía dos caminos ante sí para llegar al buen puerto descrito. Los dos se encuentran en la decimocuarta enmienda. El que ha elegido el Supremo es el que viene recogido en las palabras «ningún Estado privará a una persona de su vida, libertad o propiedad sin las garantías procesales (due process) recogidas en la Ley, ni negará a cualquier persona bajo su jurisdicción de la igual protección de las leyes». Lo que tenía que hacer el Supremo era «incorporar» la segunda enmienda a estos derechos, es decir, incluir la posesión de armas como parte de los derechos a la vida, la libertad o la propiedad, aquí recogidos.

No podría ser de otro modo. La segunda enmienda entraba en las consideraciones de los redactores de la número 14. Recordemos que esta fue escrita en 1868 y buscaba, entre otras cosas, que los Estados del sur no privasen a los negros de su derecho a la autodefensa. De hecho, el principal objetivo de esta enmienda era dejar sin efecto el fallo Dredd Scott vs. Sandford, redactado por el juez Taney, que negaba la plena ciudadanía a los negros. Como observó Taney, si los negros fueran ciudadanos estadounidenses, tendrían «plena libertad de expresión, a participar en encuentros públicos sobre asuntos políticos, y a tener y llevar armas allá donde fueren». Contra esta consideración se escribió la 14 enmienda. De hecho, luego se reforzó con una ley que se ha conocido como la Ley Ku Klux Klan. Las leyes de control de armas han tenido una inspiración racista desde su inicio hasta, aproximadamente, los años 50-60 del siglo pasado, en que empezaron a prevalecer otras consideraciones, como el aumento del crimen y la incidencia del tráfico de drogas.

Pero ella abría también otro camino, distinto del de las «garantías procesales», que le hubiese permitido al Supremo hacer prevalecer el derecho a defenderse con un arma también en los ámbitos estatal y local, y es el que procede de estas palabras: «Ningún Estado aprobará o hará cumplir una ley que socave los privilegios e inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos». El juez Alito, que es crítico con la cláusula de las garantías procesales, se sumó no obstante a la mayoría, mientras que el juez Thomas, acaso el más conservador del Tribunal, escribió una opinión personal defendiendo el camino abierto por la cláusula de los «privilegios e inmunidades». Esta expresión hacía referencia, en el lenguaje de entonces, a los derechos básicos, como el de la autodefensa.

En cualquier caso, ni Heller ni McDonald cierran el debate jurídico sobre el alcance del derecho a defenderse con un arma. Ambas decisiones recogen la capacidad del gobierno federal y de los Estados y ciudades de regular el acceso y el uso de las armas, y no imponen unos límites muy claros. De modo que aunque estos dos fallos hayan ampliado la libertad y la seguridad de los ciudadanos de aquél país, todavía queda mucho por ganar.

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