En el año 1983 un ecologista radical, Carl Amery, portavoz de Los Verdes en Alemania Occidental, aseguraba que en su partido aspiraban a un modelo cultural en el que matar un bosque fuera considerado algo más despreciable y más criminal que la venta de una niña de seis años en un burdel asiático.
Estoy convencido de que la mayoría de los ecologistas están lejos de compartir semejante criterio. El odio a la humanidad, al resto de la humanidad, ya no es la principal divisa del movimiento ecologista. La liquidez de sus consignas se sostiene con anuncios menos impactantes; el mensaje ha perdido su misantropía radical, se ha diversificado o mejor dicho, se ha especializado. La humanidad ya no es culpable si no una víctima más en cuya mano está mejorar su suerte, siendo sus armas un consumo y un sufragio responsables. Aquél deberá ser sostenible, éste comprometido y ambos, por si quedaran dudas, progresistas. Mucho.
En este contexto, el que arrastra el mensaje ecoalarmista, me ha llamado la atención un estudio reciente llevado a cabo por el profesor Matthew C. Nisbet, de la American University, y el periodista Chris Mooney. A ambos debemos un acalorado debate en la blogosfera a propósito del papel que a la ciencia, a sus actores, los científicos, toca desempeñar si es que de verdad aspiran a cambiar el mundo. O algo así. Porque su propuesta para “estructurar [el mensaje] científico”, a falta de una traducción mejor, es básicamente eso:
Sin distorsionar la información científica relativa a temas muy disputados, los científicos deben aprender a “enmarcar” activamente dicha información para hacerla relevante a diferentes audiencias.
En suma, se trata de tomar posiciones en un debate científico empleando argumentos que potencien los prejuicios del público, convirtiendo, por más que Nisbet y Mooney lo disfracen, una controversia científica en una disputa ideológica. Como si no tuviéramos suficientes políticos de “raza”.
Precisamente, el mejor ejemplo para urgir la construcción de este marco o mejor dicho su apuntalamiento, lo ofrece el estudio al que me refería anteriormente. Su protagonista, lo han adivinado, el cambio climático. Y es que las conclusiones del mismo no resultan nada alentadoras para sus autores, que, en este tema, no disimulan su opinión. Se trata de “una evaluación sistemática de las tendencias de la opinión pública sobre el cambio climático” realizada a partir del estudio de más de 70 encuestas ejecutadas por diferentes medios y organismos en los últimos 20 años.
Al parecer el estudio da la razón a quienes afirman, como recordaba Jeff Jacoby, que no todo esta zanjando sobre este tema. A la resistencia de los escépticos y su influencia sobre un público más preocupado por la hipoteca y por la educación de sus hijos que por las verdades incongruentes de Gore y compañía, se suma, a juicio de Nisbet, una comunicación todavía deficiente sobre la importancia del cambio climático y la trascendencia de su impacto. Por lo tanto, afirma, es necesario reactivar el debate si es que de verdad se pretende que un público concernido anime a unos políticos, demasiado preocupados con el corto plazo, a diseñar políticas que de verdad resulten efectivas ante la amenaza del calentamiento global.
Es cierto que en su puesta de largo en Science, Nisbet y Mooney, no se ciñen exclusivamente al Tema Por Excelencia, si no que se refieren también a la controversia sobre la enseñánza de la evolución y al uso de células madre embrionarias. Temas todos ellos que ponen, en general, a Republicanos y Demócratas frente a frente… lo que me parece francamente deshonesto. Nada tiene que ver, a mi juicio, el debate científico sobre el cambio climático, convertido en disputa moral por los Demócratas y los grupos de presión habituales, con el intento de hacer científica una controversia moral que nunca debió abandonar la intimidad de la conciencia de sus impulsores, me refiero, claro está, al resurgimiento académico del creacionismo. Tal vez de esta forma Nisbet y Mooney tratan de “enmarcar” su propio mensaje, empaquetando un consigna política para los que tienen claro sólo una parte del un discurso “científico” por el que decantarían su voto. Revel a esto, a esta técnica, le llamaría amalgamar. Y ya puestos, me quedo con su definición de ideología: una triple dispensa intelectual, práctica y moral; un modelo cultural con el que mirar a la realidad para negarla en no pocas ocasiones. Aunque, frente a esta visión peyorativa, le tengo que dar la razón a Robert Higgs cuando afirmaba que todo adulto sano, a menos que sea completamente apático políticamente, tiene una ideología.
En mi caso, no lo voy a negar, es un marco razonable y sentimental.
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