En 1978, Ahmed Khan, ciudadano indio de religión musulmana, decide divorciarse de su mujer. Tras el iddat, periodo de tres meses durante el cual la mujer musulmana debe permanecer con su ex marido tras el divorcio, Shah Bano se encontró en la calle y sin medio de subsistencia, ni para ella ni para sus cinco hijos.
Entonces decide invocar el código penal indio y reclamar una pensión alimenticia. Un tribunal ordinario falla a su favor. Sin embargo, Khan apela al Tribunal Supremo alegando que él ya había cumplido con su deber de acuerdo con la Ley Personal Musulmana. En 1985, los jueces dictaminan que la ley penal del país es de rango superior a cualquier ley personal, y por tanto debe aplicarse a todos. La sentencia también pidió la creación de un código civil uniforme que terminara con las diferentes modalidades matrimoniales basadas en la religión y aprobadas en los años treinta y cuarenta del siglo XX.
Los fundamentos jurídicos también cuestionaban la financiación estatal de colegios para ciertas minorías religiosas, que sin embargo no están sometidos a la inspección de la que son objeto las escuelas de la mayoría, que no dispone de establecimientos de enseñanza privativos financiados por el contribuyente.
Un año después, el parlamento del país aprueba la conocida como ley de Mujeres Musulmanas, oficialmente Protection of Rights on Divorce, que excluía a las mujeres musulmanas del recurso al código penal laico en casos de divorcio. Tras los tres meses de iddat, la pensión debía ser pagada por los parientes de la mujer, y en su defecto por el Estado. La legislación fue apoyada por el entonces primer ministro del Partido del Congreso, Rejiv Ghandi. El Congreso siempre se ha presentado como un partido laico, tolerante y socialista. Más de una quinta parte de sus votos proviene de musulmanes.
Se argumentó que la ley protegía los derechos de las minorías al preservar la identidad religiosa y cultural de los musulmanes. En el debate parlamentario no se tomó en cuenta la opinión de las mujeres musulmanas, aunque sí la de la mayoría de los practicantes de esa religión en la India, que según algunos estudios estaba a favor de la nueva ley. Esto provocó una airada reacción del Bharatiya Janata Party, que pidió el fin del «minoritismo» discriminatorio y la disolución de la Comisión Nacional de las Minorías, un órgano consultivo del ejecutivo indio, y su sustitución por una Comisión de Derechos Humanos.
En 1991, Rejiv Ghandi es asesinado, y un año después un grupo de militantes hindúes ocupa y destruye la mezquita de Babri en la ciudad de Ayodhya. La tradición hindú señala este lugar como el de nacimiento del Dios Rama. Muchos hindúes consideran la construcción de una mezquita en este lugar una ofensa a sus creencias. Estos hechos provocaron una ola de violencia religiosa en el país durante la cual 3.000 personas fueron asesinadas. Las pancartas pidiendo la abolición del Matrimonio Musulmán eran frecuentes entre los manifestantes hindúes. Algunos grupos fundamentalistas musulmanes animan a los jóvenes a casarse con mujeres hindúes, convencerlas de la conveniencia de aplicar la ley musulmana, y luego de tener hijos con ella divorciarse como método para extender el Islam en la India. La violencia interreligiosa no ha amainado en el país. Atentados terroristas, revueltas y asesinatos masivos se producen de forma continua. La segregación residencial entre las dos comunidades se ha acentuado incluso en las grandes ciudades.
En el contexto de un Estado intervencionista que ejerce una especie de caridad institucionalizada, el multiculturalismo indio ha dado como resultado una sociedad multi-teocrática en la que el ciudadano debe definirse, primero como miembro de una comunidad y luego como individuo.
Este es el trágico resultado del multiculturalismo y de los llamados derechos colectivos: el pluralismo intolerante que niega el libre albedrío y mina los fundamentos de la sociedad civil. Poco importa que el parlamento indio siga siendo elegido por sufragio universal, cuando a la hora de diseñar políticas públicas son los dogmas religiosos, no las personas, los que votan. A juzgar por los resultados de estas políticas en India y otros países, no creo que sea exagerado asegurar que hoy en día el comunitarismo en un estado intervencionista –¿alguno no lo es?– es uno de los mayores peligros para la democracia liberal, pues nada hay más incompatible con ella.
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