La pandemia nos ha traído muchos cambios. Son tantos que costará muchos años analizarlos todos de forma completa y, con toda seguridad, sus efectos nos sacudirán mucho antes de poder llegar a entenderlos.
Hasta 2020 muchas personas se consideraban ciudadanos del mundo. Era la forma cursi de decir que no tenías una patria propia, o que podías asumir como tal el territorio donde estuvieras residiendo en ese momento. Por desgracia la sociedad, y especialmente los Estados, no tienen una visión tan romántica de la vida y se ciñen a esos papeles tan molestos que nos acompañan a todas partes y que nos etiquetan con una bandera que determinará el trato que recibimos o a dónde podemos ir.
A los más pragmáticos no les habrá sorprendido. Puedes sentir más o menos devoción por tu nacionalidad, pero es un hecho que cumple con una función. Y es lógico que cuando las cosas se tuercen se refuerce la importancia de pertenecer a un país u a otro.
Lo curioso de la pandemia en España es que después de la primera fase de confinamiento todos nos hemos visto sorprendidos por una nacionalidad a la que muchos no le dábamos demasiada importancia: la autonómica.
Es curioso porque en los documentos que todos los españoles usamos para identificarnos pone lo mismo: somos de nacionalidad española. Como datos adicionales indica donde nacimos (localidad y provincia) y una dirección vinculada a nuestro domicilio. ¿Es esa dirección nuestra nueva nacionalidad?
Porque, claro, el domicilio es algo relativo. La mayoría de las personas residen la mayor parte del año en una dirección, pero desde luego no es nada del otro mundo residir en más de una en periodos similares. Y en todo caso no está nada claro que tu nueva nacionalidad la defina más el lugar donde pasas las jornadas laborales que donde te gusta habitar en tus días de asueto.
Estamos acostumbrados a que el Estado nos obligue a definir ciertas cosas de nuestra vida oficialmente para su propia comodidad o interés. De hecho, llevamos unos años de divertido debate sobre el género o el matrimonio que nacen precisamente de esa costumbre. La dirección a la que llamamos domicilio es precisamente eso: el lugar que tenemos la obligación de comunicar al Estado para que nos aplique las normas que considere oportuno fijar en ese lugar.
Pero hasta ahora, mientras este estuviera en España, no era algo que nos afectara demasiado. De hecho, la mayor influencia en nuestras vidas pre 2020 no venía del domicilio que fijamos con el padrón, sino el que fijamos fiscalmente. Y ese curiosamente se mantiene de forma independiente para que Hacienda pueda determinarlo según más le convenga.
Pero si algo ha dejado claro esta pandemia es que hay una parte de la clase política que ha conseguido que nuestros domicilios nos definan de una manera muy importante. Como ejemplo aquí muestro las declaraciones del alcalde de un pueblo de Málaga (al que, por cierto, le gusta reivindicar la unidad de España en Twitter) justificando sus instrucciones a la compañía de suministro de agua de utilizar los contadores para espiar el uso de vecinos de su segunda residencia:
Es momento de ser responsables y respetar las normas, evitando desplazamientos innecesarios y permaneciendo en los hogares. Ya habrá tiempo de poder disfrutar al aire libre cuando todo esto acabe, pero lo importante ahora es evitar que se propaguen los contagios y la medida más segura es, repito, quedándose cada uno en sus casas.
Es significativo el uso de términos que hace este alcalde del PP tan amante de España: hogares y casas. Al parecer la segunda residencia de una persona no es su hogar ni es su casa. Si no estás empadronado en su pueblo tu casa está en otro lado. Sigues pagando el IBI y las tasas vinculadas a las paredes y techo que tienes allí, claro, pero has perdido el derecho de habitar esa infraestructura por alguna razón que a muchos se nos escapa.
Esto, que empezó en marzo con cierta fobia al madrileño y una paranoia caciquil entre mucho alcalde de población pequeña, se ha institucionalizado con el segundo estado de alarma de Pedro Sánchez. Desde mayo ya no somos españoles, somos ciudadanos autonómicos.
Como todas las leyes improvisadas por nuestra clase política estos meses, la nueva nacionalidad es algo relativo. Sobre el papel una persona con domicilio en Toledo no puede ir a su segunda residencia en Cáceres. Lo cierto es que si tienes la mala suerte de caer en un control policial puedes sortear esta prohibición enseñando una factura de la luz de tu segunda casa y adornando un poco la verdad.
El problema, y aquí los liberales predicamos en el desierto, es que una vez que la sociedad se acostumbra a una intromisión del Estado en su vida es extremadamente difícil volver atrás. El derecho de circular por el territorio nacional para ir de nuestra propiedad A a nuestra propiedad B no es algo menor. La ausencia de protestas por su supresión no va a pasar desapercibida a los sociópatas que nos gobiernan. Va a ser otro degradable fruto por cosechar de los muchos que nos esperan.
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